martes, 30 de mayo de 2006

Liz Binaria, el Webmaster Inestable y la Inmortalidad en General - Relatos Cyberpunk

El siguiente cuento fue escrito por Alex Acevedo como continuación del relato El Mercado de Invierno, de William Gibson, publicado en su totalidad en nuestro Blog principal. También puede encontrarse en nuestro Blog un "deshuese" del relato de Gibson.



LIZ BINARIA, EL WEBMASTER INESTABLE Y LA INMORTALIDAD EN GENERAL
Alex Acevedo

Había pasado casi un mes esperándola ver aparecer de nuevo, lo que significa que un precioso mes de mi vida se había desmenuzado por la pura y simple angustia de lo que estaba por venir. Como si hubiera pasado esos extensos treinta días consagrado a escribir una historia llena de truculencias, quemando mis manos con cada palabra incandescente que iba ensamblando a punta de yunque y martillo, para al término de la espera y la fatiga borrar el archivo con un simple clic. Un mes, repasando y repisando cada segundo en su lento transcurrir, mientras elevaba un ostentoso fuerte alrededor de mí, bloque a bloque, para luego, al cabo del calendario, echarlo abajo con certero pastorejo y quedarme mirando sólo una enorme nube de polvo.

Así, los días que pasaron entre la última vez que la vi de verdad en “El Seto” —sus manos pequeñas bajo una nubosa luz púrpura— y el momento en que sonó su nueva voz por el auricular, desaparecieron de mis registros con la misma higiene con que uno mueve hacia abajo el mecanismo de desagüe de un inodoro. Trataba de pegarme al mundo, es cierto, trataba de concentrarme en la edición de “Las Manos de Orlac”, un remake que soñaba un tipo gris, un calvo medio neurótico que algunos consideraban genial y otros sólo un oportunista preciso. Trataba también de suspender la espera con unos mililitros de algo candente bajando por mi esófago, noche tras noche, pero el furibundo magnetismo de volver a escucharla me postraba. Y pensé que el tiempo era circular, que retornaba por fin a otra edad en que me paralizaba de miedo la posibilidad de recibir la llamada de una mujer a la que ansiaba con circunvoluciones delirantes. El teléfono —ese aparato negro, enorme, con un disco y diez números— me mantenía girando a su alrededor al estilo que adoraban las masas planetarias más grandes con unas tristes manotadas de polvo.

—Se siente bien estar aquí— fueron sus primeras palabras, y en su voz noté el esfuerzo que hacía por parecer la misma, como si estuviera imitando su propia voz, la que emitían sus cuerdas vocales antes, cuando todavía estaba viva.

Y para mí era un alivio, había terminado la insoportable densidad de la espera, se había evaporado la terrible masa gris en que flotaba y en la que un simple parpadeo me costaba un dolor de mil agujas lentas y certeras. Esa noche acababa de entrar al apartamento, y ya iba atravesando el corredor rumbo a la habitación, cuando timbró el teléfono y toda la piel se me erizó ante la certeza de que era Liz; por fin. ¡Por fin! La espera había terminado. La angustia del tiempo inmóvil había explotado de repente en cientos de esquirlas, miles de chispas.

Su voz escapó del auricular para inundar en torrente todo el sistema cuadrafónico del apartamento; una inundación que corre a toda prisa por campos y pueblos dejando sólo fango y silencio, cadáveres flotando.

—A veces siento frío y dolor de oído— continuó ella con un dejo de nostalgia mal encubierta —. Raro, ¿verdad?

Yo suponía que Liz estaba proyectando alguna imagen suya sobre las paredes de la sala, a lo mejor sobre el vidrio panorámico del balcón, pero me negaba a levantar los ojos para buscarla. Y mientras sonaba la estática por un silencio que había florecido de repente, yo luchaba cuerpo a cuerpo contra las objeciones, amordazaba mi mente, le hacía una de esas llaves de judo que postran y no permiten que el contrincante respire. Tras una tos quizás fingida, me repitió que se sentía muy bien, que no extrañaba su cuerpo ni las cosas sólidas, y aunque las sensaciones táctiles le resultaban arrolladoras y los colores mucho más decisivos, lo demás era casi lo mismo de antes. Yo sudaba, una punzada tibia me tenía vibrando la columna vertebral, y me decía tratando de creerlo: “Ya no es igual. Liz ya no es igual. Atreverme a seguir con ella ahora equivale a matar millones y millones de las escasas neuronas que me quedan. No puedo, no debo, no puedo, no vale la pena. No puedo darme el lujo de mantenerla en la red. Sé que me necesita, sé que sin mi ayuda tarde o temprano va a agotar su crédito y la van a borrar, pero no puedo, no puedo aceptar ese sacrificio. Va más allá de mis fuerzas. Y además no es igual, ya no es lo mismo”.

Es cierto que había otros editores, con seguridad mucho más talentosos que yo, pero los dos habíamos llegado a la certeza de una irrompible ligazón siamesa. Bueno, es una forma enrevesada de llamar al éxito, al éxito monetario, porque lo que de verdad generamos con nuestra comunión no fue “el amor de la vida” o cualquiera de esos sofismas vaporosos que enciende a veces el contacto visceral de una mujer con un hombre, sino plata, mucha plata, un montón increíble de dinero para mucha gente. Por eso también mi miedo, mi reticencia, mi silencio durante esa primera llamada que me hizo desde el espejo Omega. Puesto que el éxito contante y sonante se había producido al entrar en contacto dos cuerpos y dos mentes, y ahora en cambio…

Cuando colgó, fui hasta la cocina y esculqué la estantería en busca de un enorme cilindro de wizz que había reservado para este momento. Abrí las ventanas de la sala de par en par y un viento helado irrumpió por toda la estancia. Me acosté en el piso y, con las manos todavía gelatinosas, me acerqué la válvula del cilindro a la boca. No recuerdo nada más. Liz me había vuelto a llamar. Existía, todavía, aunque de un modo distinto, y si había logrado sobrevivir a ella cuando empezamos a trabajar juntos, cuando todavía estaba viva, ahora era ciento por ciento seguro que las cosas serían distintas.


*-*

—Creo que no— le dije mascando cada palabra entre los dientes, como un chicle ya sin sabor, y dejé los trodos sobre la mesa, derrotado. —No puedo. Es eso. Es solamente eso. Así de simple. Lo he estado pensando todos estos días, desde que me llamaste, y prefiero que no. Mi cabeza no aguanta. No va a poder aguantar.

Liz no lo esperaba; la noticia le fluyó encima como un gigantesco chorro de agua fresca del Ártico. Vaciló buscando un buen comienzo para el contraataque, y luego llovió sobre mí su artillería más pesada:

—Sólo porque por primera vez, por esta única vez en tu vida, vas a sentir cosas reales. Sólo porque después de haber desperdiciado tu vida entera en tratos imperfectos con cuerpos para ganar sólo fluidos pegachentos y nostalgia… Ahora te cagas del susto. Me emputa, me emputa mucho esta actitud tuya, ahora. Y no es tanto por mí, sino sobre todo por ti, por lo que estás a punto de perder. Ya sé que también yo lo necesito. Es que no puedo negar que…”

Miré los trodos al alcance de mi mano: el portón inmenso del cielo al alcance de mis dedos. Repetí para mí que no era justo, que estaba claramente en desventaja contra Liz, que llevaba todas las de perder.

—Sí, sí, no digo que no tienes razón, pero también hay más editores—, y le di la espalda. —El mundo está lleno de editores, editores para los que sería el sueño de su vida trabajar contigo. Yo…

En ese momento apareció la cara arrugada del Webmaster sobre el muro de la sala para informar: “En tres segundos el espejo Índigo entrará en hibernación. Si quiere seguir a la espera, pulse ahora “Enter”. Si quiere saltar al espejo Nova, teclee “Alt F9”. Si quiere cancelar definitivamente la cópula, pulse “Refrescar”.

Sobre el techo se iluminó el abdomen desnudo de Liz, en baja resolución, y no dijo nada más, como si el hecho de mostrarse en 24 bits diera a entender que estaba súper emputada, pero no iba a ceder. Ya le conocía esas audacias, ese modo de no cejar hasta conseguir lo que se había propuesto. Quizás llegara al extremo de utilizar al Webmaster para que él mismo me extorsionara diciéndome que los 832 Gigas que ocupaba Liz estaban a punto de ser formateados si no cancelaba en el lapso de una semana la suma vencida.


*-*

“¿Qué significa no tener cuerpo?”, pensé. “¿Qué significa llevar a un laboratorio en la red esa invención de tantos filósofos y teólogos que se rompieron la cabeza hace tantos años maquinando la distinción entre materia y alma, entre apariencia y realidad, entre cuerpo y mente?”.

Después de que se interrumpió la cópula con Liz esa noche, duré hasta la madrugada imaginando mil cosas, el resumen de la historia de la filosofía y la teología. “¿Qué significa no tener cuerpo? ¿Significa algo? ¿Significa incluso algo más para una mujer que para un hombre?”. Y pensé en la felicidad que representaría para Liz prescindir de ese maremagnum de células que hacían de sus días un fastidio. Su sangre cada mes. La dificultad de su intestino para procesar los alimentos. Su rostro con ojeras frente al espejo. La congestión de su nariz cuando se resfriaba. El ingobernable dolor de cabeza que le sobrevenía después de las largas jornadas en que yo editaba sus sueños. También adiviné en Liz un cambio radical, como si con su nueva existencia en la red hubiera tenido que reacomodar todo lo que le habían inculcado acerca de la reproducción. Ahora era absolutamente estéril. Se había desvanecido para siempre la ilusión de poder generar otra vida.

¿Significa algo realmente, significa algo el placer del cuerpo cuando ya no hay, cuando ya solamente te reduces a un montón de ceros y unos que se apertrechan en un servidor que no ocupa ningún lugar en el espacio físico?

Un amigo me había contado una vez la anécdota de un gourmet de café que había sufrido una enfermedad degenerativa del gusto, y un buen día, tratando de seguir viviendo de su profesión, después de que era capaz de distinguir un café orgánico Sierra Nevada de un café común Sierra Nevada, había pasado por la pena de dictaminar un excelente grano de Vietnam cuando le habían dado a probar un té. El gourmet había sospechado la trampa, pero su memoria se encontraba en ceros, y había decidido en esa ocasión acabar con su carrera, defenestrarse de esa buena vez en la verdad de que carecer del sentido del gusto significaba tener la memoria vacía. ¿Y Liz? ¿La memoria de Liz? ¿Sería lo mismo?

Liz decía que vivía como Gregorio Samsa cuando era un escarabajo, es decir que su cuerpo era una mierda porque necesitaba ese exoesqueleto para poder perdurar, y que yo podía liberarla de ese tormento con sólo quererlo. Me habló de la pesadilla de su infancia rodeada de niños sonrosados y sudorosos que no necesitaban del caparazón para mantener el ritmo cardíaco constante. Los veía deslizarse felices por un trozo de lámina de metal, mientras ella permanecía parada detrás de un árbol, escondida para que los demás no le preguntaran a sus padres, para que no la invitaran. “¿Por qué esa niña tiene eso en la espalda? ¿Quieres columpiarte con nosotros? ¿Por que no puede ella columpiarse con eso en la espalda? ¿Vienes a saltar la cuerda? ¿Por qué se ve triste?”. Y me habló también de su adolescencia, de cuando unos tipos se hicieron un caparazón de cartón y le propusieron ir esa noche a “El Seto”, ahogados de risa, diciendo que era carnaval, muertos de risa, diciendo que también había oportunidades para los insectos, cagados de la puta risa.

Liz tenía la certeza de que si yo editaba sus sueños, íbamos a crear una obra que se vendería como la Coca Cola o los preservativos, y que con esa plata ella pagaría un espacio donde durar dignamente y yo me convertiría en un genio inalcanzable, todos los sueños puestos mi disposición, los del simple inyector con sus turnos de catorce horas diarias y los del magnate que vivía en Ganímedes. Nunca mencionaba mis costos, lo que yo iba a tener que pagar. Me limitaba a inhalar wizz día y noche, pero ya desde entonces sabía, mientras decidía si podía o no, si debía o no, que trabajar juntos, editar sus sueños, sería sólo la cuota inicial de mi ruina definitiva. Aunque desde entonces, también, se me llenaba la garganta de saliva por la curiosidad, por experimentar lo que sería, lo que sentiría yo al entrar en contacto íntimo y radical con alguien tan extraño, con una mujer que decía que vivía como Gregorio Samsa.

—Imagina —decía ella antes de mi decisión, clavándome su mirada como quien ensarta un tenedor en un pedazo tierno de lomo recién asado— que en lugar de exoesqueleto, tengo sólo un tumor, digamos un tumor benigno que me permite ver las cosas de otro modo. Imagina que es una sensibilidad especial, no una cubierta de resina superexpándex llena de cables. Digamos un órgano adicional, un órgano que no tienen los demás y que me deja percibir realidades que los demás no ven. Imagina mis sueños. Imagina que puedes manipular mis sueños, convertir lo que siento y lo que pienso en fajos y más fajos de billetes. Imagina que ese órgano me permite entender la estruendosa tragedia que ocurre cuando una hoja seca se desprende de un árbol, o cuando una mosca con su visión de panorámica excepcional se estrella contra un vidrio tramposo, o cuando una simple mota de polvo es removida de su hogar en la superficie de una cornisa. Imagina que conoces todos mis secretos, y me puedes beber y degustar y pasear y desarmar y deglutir y asimilar y reconstruir y volver a vivir a partir de mí. Imagina....

Y cuando por fin habíamos llegado al borde del abismo, cuando nuestra obra se exhibía en todas las vitrinas como “El sueño de la temporada. Inolvidable. Demoledor. El culmen de la delicia”, y el reguero de ceros de su crédito le había permitido instalarse desnuda, sin el caparazón y sus extremidades, a todo confort en un servidor prohibitivo, esa noche, justamente esa noche, cuando yo podía saciar por fin mi curiosidad, había optado por oprimir “Refrescar” con estos dedos que no paran de temblar.


*-*

El Webmaster me advierte que estoy secuenciando mal el código de acceso a Liz. No entiendo a qué se refiere. Veo los trodos sobre la mesa y mi mente hace contorsiones que desgarran en su afán por conseguir que estas putas manos acaten la orden de apresar de nuevo esos conectores de aluminio como si fueran el flotador que necesita un tipo que se ahoga. Pero no puedo. Mis manos están muertas. Son apenas la extensión superflua de un aparato oxidado que no recuerda para qué sirve. El Webmaster anuncia que hay inestabilidad en la red y me ordena “Reintentar”. ¿Qué es “Reintentar”? ¿Volver a empezar desde cero? ¿Hacer como si uno no conociera a alguien, hacer como si esa persona en la cual uno depositó toda su confianza y todas sus ilusiones fuera una simple extraña a quien hay que saludar “mucho gusto”, o “qué bueno verte”? Los trodos prometen algo que no alcanzo a descifrar. Estoy tendido sobre un piso de latón como si hubiera agotado toda mi reserva de wizz de una sola inhalación. Trato de orientarme. Recordar dónde estoy, cómo llegué aquí, por qué me cuesta tanto producir una idea de movimiento, por qué mi cuerpo abomina la obediencia. Hay unos trodos justo encima de la mesa. Brillan. Relucen como si fueran una llave que abre los portones de la eternidad, la inmortalidad, y ¿qué es la inmortalidad? ¿”Reintentar”?

Ahora el Webmaster anuncia que se ha generado otra ola de inestabilidad en la red, y que Liz continúa esperando mi respuesta. ¿Cuál? ¿Cuál, si casi no puedo respirar, si estoy con los ojos cerrados y aún así sigo viendo unos trodos que me llaman y me prometen una secuencia que no sé a dónde me va a llevar? ¿Más placer? ¿Puedo acaso albergar más placer? ¿No estoy ya ahíto de placer? Me parece como si estuviera tan lleno ahora, tan absurdamente repleto, que ni siquiera me creo capaz de permitir la entrada del poco aire que me reclaman los almohadones que tengo en el pecho. ¿El pecho? No siento mi carne, no puedo tener pecho, ni pulmones, no necesito respirar.

El Webmaster repite que va en ascenso la cresta de inestabilidad en la red, y le ordena a Liz que deje de enviar código fatal, o será cerrado de inmediato su puerto. ¿No es acaso placer, el placer más prístino lo que intenta transmitirme Liz? ¿Un chorro veloz de números húmedos que no cabe ya dentro de mí y se empieza a esparcir quizás por todos los corredores de la red? ¿Como un volcán, o una arteria rota, o un simple gemido huérfano?

Consigo por fin despegar los párpados durante un breve instante, apenas lo necesario para distinguir sobre la pared la locura del Webmaster pinchando y pinchando transacciones en un intento desesperado por desconectar a Liz, por frenar el crecimiento exponencial del placer, o de lo que yo en mi desolación identifico con el placer. Y vuelvo a quedar exhausto, ciego, congelado en mi miseria.

Una alerta de seguridad notifica que el espejo Índigo acaba de colapsar dejando sin servicio por lo menos a trescientos millones de usuarios. La furia del Webmaster se desborda. Por medio de un vozarrón 5.1 intravenoso me informa que tramitará un serpentín para acusarme de “Saboteo en la red con dolo y perjurio”; que me olvide de mi carrera, mi crédito y mis visas en la red. “¡Es Liz! ¡Es Liz!”, quisiera defenderme ante el Webmaster, pero las palabras se me desperdigan en alguna parte del cerebro apenas las concibo, y de mi boca no sale nada distinto que un delgado hilo de baba caliente, amarga.

Un corrientazo fulminante me hace saltar sobre el piso, y pierdo la conciencia. Cuando recupero el ritmo espontáneo de mis latidos, tengo frente a mí el rostro inexpresivo de Liz. Estamos en “El Seto”. Tengo un vaso vacío en la mano. Bajo una débil luz púrpura, el barman limpia la barra con una mano cansada y un trapo percudido. Debemos estar bordeando la hora de cierre. Ella dice que todo va a salir bien, que nos veremos en un mes o menos, y entonces va a permitirme manipular sus sueños más raros, la pura materia prima de sus sueños. Voy a llegar hasta donde ningún editor ha podido ni siquiera acercarse. Dice que me va a dejar sólo para mí un sueño ya lejano en que ella descifra con escalpelo un jeroglífico oculto en algún recoveco de la red, cerca de las peludas axilas del Webmaster.

Una Chispa en Medio del Incendio - Relatos Cyberpunk

UNA CHISPA EN MEDIO DEL INCENDIO
Néstor Pedraza

Se sentó en la butaca de madera con una cerveza y un cigarrillo. Era una de las últimas tiendas de rockola y orinal donde podía beberse cerveza. Sentado junto a la ventana de pequeños vidrios rectangulares, apuró una aspirada y un sorbo y miró hacia arriba: la espesa capa de smog ocre brillaba al reflejar el resplandor del alumbrado público. La ciudad parecía cubierta por un domo de cobre oxidado, un enorme domo que mantendría aislada la podredumbre interna. Internos todos, prisioneros de su civilidad, de su progreso.

Afuera la gente se apiñaba en los deslizadores magnéticos públicos, era la hora de salida de los oficinistas. Adentro, sonaba un tema de los Visconti, mientras dos ancianos apostaban sus monedas en una partida de baraja española.

Por fin llegó, el techo de la tienda era bajo y debió agachar la cabeza. Se sentó a su mesa tras un breve saludo. La dependiente les llevó dos botellas ámbar. El otro había puesto sobre la mesa una carpeta como si nada, como si ese cartón lleno de papeles no fuera el centro de su existencia en ese instante.

El otro abrió por fin la carpeta, ceremonial. Un grupo de antimotines con la armadura negra típica de las Fuerzas Pacificadoras Especiales pasó rápidamente frente a la ventana. Era un grupo grande, la ciudad estaba candente desde lo de Chocontá. Él alcanzó a dibujar una perla de sudor en su sien, el otro permaneció impávido.

—No les gustó. Dijeron que era innecesariamente riesgoso. Pendejos.

Él se limpió la frente, sabía que el otro lo iba a meter en un lío gordo, y que él no iba a negársele. Por un momento le hizo gracia verlo ahí, robusto, enorme, en esa butaca pequeñita.

—Usted y yo vamos a llevar a cabo la operación. Me importa un culo que no la hayan aprobado, que no hayan asignado los recursos necesarios. Usted y yo nos bastamos para esta joda.

¿Cómo contradecirlo? Se le había dicho hasta la saciedad que había que quedarse quieto hasta que hubiera calma. La gente estaba muy alborotada por la incursión del ejército en Chocontá. Los medios de comunicación habían hecho todo a su alcance por suavizar la situación, desvirtuar los hechos, trivializar el desastre. Si no, la ciudad entera estaría en llamas.

El otro lo miró fijo, “esta misma noche, usted está listo, ¿no?” Sí, tenía un modelo tridimensional completo del edificio del Comando Unificado de las Fuerzas de Paz grabado en su cerebro, con tiempos, accesos, vías alternas. La operación debía ser limpia: dos granadas electromagnéticas les darían ciento cuarenta y cinco segundos exactos para saltar de sus posiciones en los tubos de ventilación, llevarse a Margarita, la perra mascota y la vida entera del general Máximo Porras, y desaparecer por el tubo de desechos sólidos. La salida del parqueadero subterráneo sería la parte más difícil, esperaban poder aprovechar el servicio de recolección de basuras para cubrir su fuga; si no, la cosa no sería tan limpia.

Margarita despellejada debía amanecer colgada del cuello frente a Palacio, y dar así la señal que desataría el caos y la barbarie de las pandillas armadas y los carteles del tráfico de órganos. Pero claro, al otro se le ocurrió la brillante idea de no sólo llevarse a Margarita, sino dejar en su lugar treinta y cinco kilos de TriDiasfozal líquido, explosivo inestable que reacciona con el aire y que sólo les daría alrededor de veinte segundos para desaparecer por el tubo de desperdicios y dejar tras de sí la destrucción total del piso catorce. Para los líderes de las Llaves Blancas era absurdo arriesgar así a los pocos hombres entrenados y calificados que tenían en sus filas. Y ahora, para colmo, había pasado lo de Chocontá y la gente había salido a las calles a enfrentarse a cuchillo y pistola con los rifles de plasma oficiales.

—Es perfecto —, dijo el otro. —Los tombos están ocupados con el mierdero que ellos mismos armaron, eso nos facilitará las cosas.

La cuenta iba en unos quinientos muertos, contando los setenta niños que cayeron con sus madres en la batida que organizó el general Porras por órdenes directas de Palacio. Chocontá, la “ciudad refugio” donde las familias de los presos políticos eran “protegidas” de “posibles ataques de la población”, se había convertido en campo santo para presionar la rendición de dos de los grupos rebeldes más poderosos del territorio. Por supuesto, esto no afectaba a las Llaves Blancas, que hasta ahora se habían mostrado como un grupúsculo de terroristas sin brújula y sin mayor poder. Lo de Margarita y las consecuentes acciones de sus aliados, serían al fin su consolidación. Y esa demostración de poder les permitiría conseguir la financiación que hacía dos años venían negociando con los Comandos Aguafuerte, que controlaban la venta de arios como esclavos sexuales en Madagascar, y tenían dinero de sobra para sacar a las Llaves Blancas del anonimato.

Él observó hacia la calle, una niña en su uniforme de colegio, con su diminuta falda escocesa, le cortó el aliento. El otro terminó su cerveza de un golpe.

—Vamos por el explosivo, y luego a hacer historia.

Era una perfecta estupidez. No sólo arriesgaban el pellejo (de hecho, él no estaba contando con salir vivo de esa), sino que además, los iban a perseguir los Llaves Blancas hasta el infierno mismo para ajustarles cuentas, y con razón. En medio de la guerra callejera que se había armado por lo de Chocontá, nadie iba a notar lo de Margarita y sus consecuencias, todo parecería ser parte de un mismo evento, y cuando las Pacificadoras pusieran de nuevo la ciudad en cintura, nadie sabría nada de las Llaves Blancas, se habría perdido el enlace con los Aguafuerte, y de paso, los traficantes de órganos le estarían pasando a la organización una cuenta de cobro grande por el fiasco.

Pero al otro le gustaba la acción, lo suyo era volarlo todo, sin pensar. Y él nunca le decía que no.

Espejismos Dimensionales - Relatos Cyberpunk

ESPEJISMOS DIMENSIONALES
Lilian Patricia Alvarado

Andan persiguiendo a Warner. Él trata de abrir la cuarta dimensión, ha ido al lado oscuro del espejo, pero esta vez fue demasiado tarde, lo pensó mucho. No todos los que pueden pasarse al otro lado tienen su velocidad, Lucy nunca pudo hacerlo tan rápido, pero está cansado, está lento.

En el hospital de Buckenville se prepara el lugar donde se alojan los líquidos y tejidos vitales para el trasplante. Los hombres basura están pendientes del negocio, cada vez llegan menos frascos y no saben qué hacer para restablecer sus funciones vitales. Han tratado de sacar material biológico de cerdos transgénicos utilizados para cultivar órganos humanos, pero no son tan buenos como los humanos mismos.

Después de haber recorrido la calle fétida de propileno capaz de intoxicar a cualquier humano, Warner piensa en sus ancestros y lo invade un sentimiento de nostalgia. Se detiene en una esquina de la calle Broadway: allí vive Lucy, pero ella no descansa en su cama, está en el hospital de Buckenville. El olfato perruno del hombre basura que vigila la entrada al hospital no puede detectar el paso sutil de un Warner viajero de la cuarta dimensión. Warner reconoce los pasillos del hospital: el laboratorio de clonaciones de órganos, el centro de recepción de humanos, la sala de tratamientos especiales.

Warner está cansado, se hace letalmente visible y debe sortear a una enfermera para lanzarse por el ascensor de ropas. Llega al fin al sótano, donde se encuentran las celdas de cuarentena. Pero no encuentra a Lucy. En su lugar, llega hasta una puerta blanca que le da acceso a un lugar espeluznante: Cuerpos cuidadosamente cosidos, levantados por alambres, armados con partes blancas, negras, partes incluso de animales. Una especie de museo, montado con los sobrantes de los procedimientos llevados a cabo en el hospital. Un museo para divertimento de los hombres basura.

Warner trata de abrir la cuarta dimensión, pero esta vez fue demasiado tarde. Atrapado en un refrigerador enorme y repleto de cadáveres, sabe que el cansancio y el frío le impiden sus viajes interdimensionales, sólo le queda el viaje al mundo de los que no respiran. Pronto algunas de sus partes entrarán a formar parte del museo. Si tiene suerte, al menos un trozo suyo quedará unido a un pedazo de su amada Lucy.

Potosí - Relatos Cyberpunk

POTOSÍ
Mario Andrés

Si el año pasado fue el año Alfonso Lizarazo, este es el año Pacheco. No sé a él, pero a mí tanto homenaje no me hace gracia. Si no hubieran querido matar al bueno de Pacheco, no habríamos tenido que coger a tiros la cámara criogénica que lo conservaba en Los Héroes.

Lo reconozco, desde siempre he sido un adicto a la basura. Cuando llega la noche me lanzo en busca de lo que otros tiran. Al comienzo fue un caduco sófguar hipnopédico de mi hermana sobre disección animal. Mi hermana dice que estudia Ingeniería Genética en una universidad presencial, pero en realidad es un curso técnico en un sitio güeb de tres pesos. Ella es la esperanza de la familia.

Luego encontré un sófguar hipnopédico que mi mamá había comprado con la esperanza de adelgazar y lo modifiqué para recobrar inútiles hábitos en desuso. El procedimiento era simple: en el día, dejaba descargando la actualización de conductas abandonadas que el Centro de Investigación de las Costumbres colgaba en su página, y después, en una sencilla interfaz con el sófguar de mi mamá, implantaba algunas de estas curiosidades en mi lóbulo anterior.

Los resultados fueron casi imperceptibles para mi familia, pero evidentes para mí. Tras tres noches de intensa programación hipnopédica, desarrollé el hábito de elevar el brazo extendido con el índice erguido al ver aproximarse el transporte público. Aliviaba la comezón en mis oídos llevando el dedo meñique a su interior y sacudiéndolo, con violencia pero total naturalidad. Una mañana, incluso, me descubrí cerrando una bolsa adhesiva, con un nudo. Mi hermana me miró extrañada:

—¿Pero qué hace?

—Un nudo —me escuché responder.

—¿Un qué?

Tuve toda una época con el sófguar hipnopédico. Fue una moda pasajera que abonó los árboles de navidad, para desaparecer al año siguiente sin dejar más que esos discos que yo recojo y que hoy me miran como mil ojos colgados de las paredes de mi cuarto. Así llegué a Pacheco. A veces pasan cosas de esas, cuando lleva uno demasiado tiempo sin un sueño tranquilo y sin hipnopedia.

Desvanecer - Relatos Cyberpunk

DESVANECER
Juan Carlos Rondón

Un grito me despierta, viene de una habitación no muy lejana. El reloj de pared marca las cinco con veinte y por la claridad de la luz, supongo que la hora pertenece a la tarde. Miro a mi alrededor de un punto de la habitación donde me encuentro hasta su final: cuatro camas, y en ellas tendidos tres cuerpos sin movimiento alguno.

—¡Señor!, ¡Señor! —deliro al cuerpo más cercano sin respuesta alguna.

Sigo mirando la habitación y veo una puerta de madera un poco trajinada, el color blanco pasa a ser un color madera; arriba de la puerta se encuentra un crucifijo, con una cara de dolor que casi tiende a desvanecer, como si fuera la ultima visión después de salir de esa arraigada puerta, una visión donde su imagen crucificada en esos maderos es la muestra de dolor antes de partir, una esperanza supongo yo. Siento calor dentro de mí, casi me siento ahogado, la sábana que me cubre es como una gran colcha de alpaca, me pesa y siento que poco a poco me empieza a quemar. Siento que sudo mucho y paso mi mano por mi frente, pero está ceca, algo raro me sucede. Oigo a las afueras del cuarto voces incesantes.

—¡Que rápido que se nos va!

—Señora, su seguro no cubre esta droga.

—El de la trescientos dos tiene un paro cardíaco.

Suena como un gran campo de guerra, las trincheras esta llenas de heridos y sus médicos no dan abasto.

—Lo lamento, pero es todo lo que pudimos hacer; el puñal atravesó su pulmón y llegó demasiado tarde; lo lamento mucho.

La batalla se está perdiendo por lo que se escucha; sin embargo, en medio del olor a alcohol antiséptico, gelatina sin sabor, y sus múltiples bajas al frente, también se escucha el llanto frágil y desnutrido de un nuevo soldado o enfermera.

—Señora, es un niño, pero tendrá que quedarse unos días en la incubadora para realizarle unos exámenes.

Hay más llanto que risa en este lugar.

—¡Señorita, por favor! —En un fatídico grito intento llamar a alguien que me auxilie, el calor que siento se vuelve insoportable. Alguien al otro lado de la puerta escuchó mi suplica, y efectivamente le pone atención; abren de un tirón la puerta, me miran como escaneando mi estado, así como esas maquinas que observan de arriba abajo y corroboran que todo esté bien. Se acerca, pone su mano en mi frente y me dice "tranquilo, estará bien, no se alarme." Y como si recargara un arma que fue un suspiro, sale del cuarto a seguir con su inevitable lucha contra: Sangre, pus, materia fecal, fluidos estomacales dados por intoxicaciones severas, y quién sabe cuántas otras materias puestas a su merced. Intento hacerle caso a lo que con su mano en mi frente me pronunciaba. Suspiro e intento pensar en lo que delante de esa puerta sucede cuerdamente.

Pienso: en la inmundicia que se mezcla con la naciente criatura, en el primer olor que ella reconocerá, y que de seguro será más fuerte que la voz de su progenitora; también pienso en esa señora que va a su casa con un nuevo vacío, el cual se empieza a llenar de dolor y ganas de no vivir, debido que su único hijo derramó toda su sangre en la sala de espera de un hospital; o en la blasfemia que una enfermera tuvo que decir para ocultar que el recién llegado pronto tendría que irse. Qué tanta razón tendría esa escuálida, ojerosa y abatida enfermera y quién sabe cuántas horas de trabajo sin descanso alguno, mas con su mano en mi frente me dice:

—Tranquilo, estará bien, no se alarme.

Y empiezo a comprender el significado de su frase: El calor en mí ha aumentado considerablemente, mis pies empiezan a ponerse fríos, los latidos de mi corazón son menos fuertes; mis ojos se cierran continuamente, mi pensamiento y mi ser se nublan, y empieza mi vida entre la oscuridad de este cuarto a desvanecer.

Brecha - Relatos Cyberpunk

BRECHA
Carlos Alberto Zea

No es extraño encontrar a menudo, en un punto medio entre nosotros y la dicha, una mirada hostil dispuesta a arruinar el momento. Cuando todo lo que queremos es morir, hay una mano soltando la soga.

Recuerdo un fragmento de las Olas, Yinni, avanzando a lo largo de la carrilera y todo lo que deja atrás, y el éxtasis cortando la amargura; el sol saliendo y poniéndose infinidad de veces.

Entre paredes la abertura en vertical deja ver mar y montaña; la imagen es tan fuerte que puedo sin ver sentir los rayos y todo lo que iluminan: Estaré allí, lo sé, aparte de mi capacidad para recoger mis sueños y disponerlos, las imágenes se mezclan con situaciones sin suceder.

La distancia recorrida por un hombre, en la que toda la vida es él, sería inexistente y tal vez inútil sin registro. Antes de abandonarme en medio de la mugre, al comprobar la inminente descarga del artefacto-mi cuerpo, existió un desplazamiento que de no ser por eso que mueve mis extremidades, no hubiese sido posible. Yo lo vi, y aunque lo había añorado, todo lo que conseguía era viajar a la velocidad de mi pensamiento para hallarme con la misma rapidez en el mismo lugar. Hasta que lo vi, entonces lo desee con el resto de mis fuerzas.

De no ser así mi vida habría proseguido su plana rutina; un continuo de lecturas virtuales y sueños secos, representaciones oníricas, como solían llamarlas y que sólo yo deleitaría. Mi padre no hubiese dejado de llegar una y otra vez, proveniente de su vulgar oficio de rata de laboratorio y aquella sustancia continuaría saliéndole por los brotes en su cuerpo que a su vez no dejarían de multiplicarse. Aún aparcaría cada noche su ecomociclo para tres pasajeros, frente a la casa de una sola planta, techo bajo, y porche con dos puertas; una sintética y la del interior artesanal.

Así es como pasó: todo el día he estado en conexión, almacenando en mi conciencia los tormentos visuales que un día, lo sé, me serán de utilidad. Me ha producido un gesto, que debe ser una sonrisa, eso que he visto a través de filigranas sensoriales; el hecho más allá de este segundo, al que puedo sustraerme si es mi deseo, lo sé, y aún así no estaría cerca de ese estado llamado felicidad.

Al entrar mi padre, disminuye la intensidad, porque sigue absorbiendo potencia durante horas, incluso, me ha dicho, hay mañanas en las que no es necesario recargarlo. Y ríe, se carcajea, sus ojos son pequeños bultos sobre cuencas, hasta donde llegan mechones de cabello imantado. Es feliz; todo lo que necesita es su inhalador y aquel alimento que nunca toma en casa. No se qué está al servicio de qué; a él le basta un puf para que el wiss lo bloquee. Para mí es contención, soporte, un efecto dique en mi alma cerebral.

Dejo el inhalador sobre su mano, despacio, calculado. Mi madre fue sorprendida y ya sabemos lo que vino. Los estertores del amor habían terminado, pero aún quedaban rezagos afectivos para un día de campo. En adelante su ausencia marco nuestro espacio. Todo lo que quedo entre los dos no fue más que un puente derruido; aquel que se atreviera a avanzar podría caer al abismo. Era mi día, fui sin temor.

La forma de saber si ya dormía era presionando mis llagas y esperar a que no blasfemara a causa de un hedor al que no estaba habituado. En mi mente ya había fracasado, al sentirme apretaba mi brazo apartando el instrumento y me confinaba a la inmovilidad sin mi cuerpo-el-artefacto.

Es el día, me acerco por detrás, le pongo los trodos tan rápido como me es posible, ya voy ajustada, el resto es conectarlo al shack y activar el interruptor. Clic. Lo sumerjo más allá del límite, el horror de su mezquindad me alcanza en su vértigo, mi madre por fin descansa esfumándose.

La oscuridad, a falta de luz artificial que la colme, cede su lugar a la naturaleza. No sé, tal vez no fue tan ilógico escuchar aquel pájaro cantando al despertar. Ya hay mensajes en su comunicador al no presentarse esta mañana. Pronto vendrán a sacarlo, la gente prefiere morir de hambre y esperanza en jaulas de mercado (en donde podría estar mi lugar, a no ser por filigranas anunciando), que prestarse a experimentos a cambio de migajas. Debo irme.

Camino ayudada del último vínculo que me une a mi padre, y toda mi posesión ahora; un puf, dos puf, tres puf. La distancia entre dos puntos, la travesía y sus implicaciones, ojos que te miran sin ocuparse de ti, nadie dispuesto a irrumpir tu éxtasis.

Cada vez se hace más lento el movimiento. Antes de quedar expuesta, me arrincono en un callejón. Me abandono. Un puf… veo un vago buscando entre basura; soy su hallazgo.

Al abrir los ojos rodeada de gomi, desechos de los que sólo un desquiciado sacaría provecho, sé que estoy en su casa, no se si llamarla así, hay cosas que parecen tener vida propia, en medio de mugrienta tecnología robótica, comida grasosa y ese ruido persistente, similar al de una vieja nevera. No debo salir de aquí, lo sé, es algo que se siente, como una mirada tras de ti.

Otra vez la imagen, esa reducida brecha por la cual puedo ver mar y montañas, y sentir los rayos, en donde indudablemente debe haber algo más; deseo un tren a todo vapor dejándolo todo atrás. Entonces seré Yinni otra vez.

jueves, 25 de mayo de 2006

¡Llega la charla más caliente del Taller!

Se calienta "En la Inmunda" y le sube la temperatura a esta ciudad paramuna: Este sábado 27 de mayo a las 9:00 AM, Alex Acevedo nos ilustrará en el tema del manejo de la sexualidad explícita en la literatura y su estrecha relación con el cine, y su voz hará ronronear las entrañas de Bogotá.


EROTISMO O PORNOGRAFÍA: Ya no será un dilema. Todos los recovecos y los oscuros callejones de este tema serán recorridos por Alex, para desembocar en la lectura de su ensayo sobre cuatro luminarias insignes del cine porno norteamericano de los años 70 y 80.
Y para rematar, llenará de luz el sótano de nuestros recuerdos con la proyección de cortos de las películas mencionadas en su ensayo. Para ello, contamos con la amable colaboración de Augusto Bernal, que nos permitirá reunirnos en la Escuela de Cine Black María, en la Carrera 18 #82-23. La charla estará abierta al público en general, están todos invitados. Pueden llevar material e intrumental didáctico.

Los esperamos a todos MUY PUNTUALES, nueve en punto en Black María, pues de ello depende que alcance el tiempo para todo el trabajo que tenemos por delante.

Recordamos a todos que el viernes 26 de mayo a las 6:00 PM vence el plazo para enviar relatos de corte cyberpunk, como parte de los ejercicios propios de nuestro taller literario. Los cuentos pueden ser originales o reescrituras de otros ya existentes, o pueden estar basados en la lectura que hicimos del Mercado de Invierno de Gibson (para ello, hemos publicado en nuestro Blog principal http://lasfiligranasdeperder.blogspot.com/ el deshuese de este cuento), lo importante es que cumplan con los elementos básicos del cyberpunk que nos mostró Carlos Ayala en su charla. Estos cuentos NO DEBEN SUPERAR LAS 1000 PALABRAS, a fin de que podamos leer los cuentos completos en la sesión del sábado. Los talleristas que envíen sus cuentos, deben llevarlos también en copia impresa a la sesión del sábado. Los cuentos serán publicados en este blog.

Les recordamos también que para la sesión de este sábado deben leer el cuento El Ojo del Gato, de Bataille, que publicamos a continuación.

Adicionalmente, y debido a que estamos actualizando continuamente la información de nuestro blog, queremos hacerles a todos los talleristas, los seguidores del taller "En La Inmunda", los fans del movimiento "Las Filigranas de Perder", y a todos los curiosos y otras especies que pasan por esta dirección virtual, las siguientes recomendaciones:

1. Visiten escritores-rechazados.blogspot.com con frecuencia para mantenerse actualizados con respecto a nuestras actividades.

2. Siempre que ingresen al blog, primero que todo hagan clic en el botón "Actualizar" ("Refresh") de su navegador (browser) y esperen a que carque la página completa. Así tendrán la última versión del blog con la información actualizada.

3. La programación del taller es dinámica. Verifiquen siempre cuál es el tema de la siguiente sesión y dónde se llevará a cabo. Aunque ya tenemos un grupo de talleristas definido, las personas que deseen involucrarse de manera activa son bienvenidas, y los demás pueden también venir a chismosear y untarse un poco.

4. Lleguen puntuales a las reuniones del taller, pues es posible que nos movamos del punto de encuentro inicial y luego no puedan encontrarnos.

5. El ingreso de bebidas alcohólicas al taller está completamente aceptado y profundamente recomendado, pero los coordinadores cobraremos un porcentaje del contenido de cada botella como peaje de admisión. La posibilidad de fumar estará sujeta a las condiciones del lugar donde nos encontremos.

6. Por asuntos de legalidad y de higiene, las drogas y el sexo deberán reservarse para después de terminadas las sesiones del taller y bajo la responsabilidad de cada quien.
(Las fotos incluidas en este post son el abrebocas del ensayo con que nos deleitará Alex, y corresponden en orden a: Linda Lovelace (foto autografiada), poster original de la película Garganta Profunda, Wendy Orlean, John Holmes en el poster de su película Wadd, Raquel Darrian en el poster de su película Rachel's Addiction, Savannah en el poster de su pelicula The Stand, y el poster de la película Starbangers).

miércoles, 24 de mayo de 2006

Resultados del reto "Villa Diodati"

El sábado 13 de mayo, después de la charla sobre literatura vampírica clásica en la que Néstor Pedraza mezcló la erudición académica con la cuentería, los miembros del taller de cuento y ensayo "En La Inmunda", para conmemorar los 190 años de la famosa reunión de Lord Byron, John Polidori y los esposos Pierce y Mary Shelley en Villa Diodati, nos impusimos el reto de escribir una historia de vampiros en 5 días. A continuación, publicamos las historias de los talleristas que asumieron el reto.

Tres Noches - Relatos de Vampiros

TRES NOCHES
Alex Acevedo

PRIMERA NOCHE: Contabilidades

Mientras la oruga remontaba la nervadura de un curubo, Vlad Drácula volaba sobre Buda, describiendo una fuga membranosa. Se adentraba en las vísceras de la noche a toda prisa. Batía sus alas con un vigor que le brotaba a mares sobre todo del rencor y la gula de venganza, y con su escape dibujaba arabescos en torno al fin de trece dilatados años durante los cuales había representando la atracción circense de la corte húngara. Pensaba en eso justamente al sobrevolar ya un bosque de cipreses negros, cerrado, insondable, en los extramuros de la ciudad. En efecto, lo habían tenido encerrado durante trece años como a una desdentada fiera de circo, un anciano loro que encuaderna para ganarse el pan, un voivoda sin ejército, sin reino, y ahora que volaba lejos de su prisión, encontraba su situación muy penosa, idéntica a la del Hombre Elefante cuando apuraba el paso por la plataforma de un barco nebuloso, con una bolsa de tela ocultando su deformidad craneana.

Muy lejos de Hungría, en La Casa de la Felicidad, Mehmed II, el Anticristo, se sumía en un mar de dudas. Divagaba y divagaba, se subía a las ramas más altas de la abstracción, escuchando al mismo tiempo unos chapoteos que provenían de los baños; quizás algún efebo solitario, insomne, creando maremotos con sus pies como aletas. Esa tranquilidad con que se desenvolvía la noche allí en su palacio, contrastaba de fea manera con la granizada de enigmas que caía dentro de su cabeza. El Sultán rememoraba otros tiempos más tiernos, en Esmirna, los tiempos de Radu, y se preguntaba una y otra vez si acaso Radu —el hermano de Vlad Drácula— no habría sido efectivamente más que un vampiro, siendo un “adolescente tan hermoso como la estrella Canopo en el momento en que resplandece sobre las aguas del mar”. Un sirviente se movía en las sombras, encendiendo seguro una madera de sándalo con la cual ahuyentar tantas preguntas ásperas que se hacía el Sultán. “Radu, Radu, Radu...”, repetía el Anticristo, sintiendo desgarrones de nostalgia, gruesas carnes de sentimientos que se despeñan y se rajan en canal. “Radu, Radu, Radu...”, y recordaba ese poema que él mismo había escrito hace tiempo donde hablaba del néctar de los labios del objeto amado como veneno de tristeza, veneno de los asesinos.

Y con todo y todo, la fuga de Vlad Drácula no era improvisada. Sus alas se habían fortalecido durante todas estas cuatro mil quinientas noches a fin de soportar el agotador vuelo hasta Tirgoviste. El plan estaba en marcha, se iba a jugar una de sus últimas cartas con toda la fiereza y la saña del que quiere entrar a la historia a como dé lugar. Una vez en Tirgoviste se mandaría a pulir las uñas, los dientes, reuniría a los pocos nobles que estaban dispuestos a secundarlo, buscaría un caballo, comería un corazón de buey, un corazón de doncella, alistaría por último un par de miles de maderos con la punta roma.

Antes de caer vencido por el sueño, el Sultán chasqueó la lengua y sintió que su boca se anegaba con todos los sabores de Hungría. Había decidido emprender otra campaña contra los cristianos.

*-*

Vlad Drácula había llevado la cabeza sobre los hombros a lo largo de cuarenta y cuatro años, mucho tiempo, según el parecer del Sultán, a quien aguardaban todavía seis más para entrar en la cámara del ninguneo; sin embargo, a la hora de los partos sólo un año los diferenciaba.


SEGUNDA NOCHE: El contagio de Vlad Drácula

El mal provino de un melón de agua dejado al descuido sobre el mesón en que Vlad Drácula se ejercitaba en el enrevesado arte de la encuadernación. Se sabía, claro, tras muchas caravanas de palabras que se deslizaban al oído de cada nueva generación, de la traicionera peligrosidad de la fruta. Y a lo mejor fue deliberado, astucia fangosa de los carceleros corvinistas, o de algún esclavo gitano que quería administrar venganza a causa de ciertos pasajes luctuosos del gobierno del Voivoda en contra de los de su clan. Decían que una vez había asado a tres líderes gitanos y había obligado a comer de esta carne sin adobo a todos aquellos que los seguían; decían también que había empalado a cientos de gitanos y que se había sentado a desayunar en semejante hedentina, decían... Seguramente Vlad Drácula ejecutaba estos brochazos escarlatas para poder gobernar ese pedazo de tierra con olor a banano, ese país que todos usaban como a una furcia vencida, una putica menesterosa. Quizás por esto mismo los cronistas lanzaban esta sentencia para referirse al Voivoda: “Era un hombre violento porque no tenía poder”.

Y en cierto modo, esta teoría de la conjura gitana resultaba verosímil, puesto que nada más fácil que entrar de puntillas en las habitaciones del prisionero a la medianoche y dejar sobre su mesa un melón con maligna geometría, justo en la esquina en que los rayos androginales de la luna formaban diagonal con la sombra de una araña. Los efluvios de semejante confluencia pérfida no tardarían en aproximarse al lecho del príncipe roncador, y sin tardanza empezarían a operar sobre su humanidad: picazón en la espalda, pésima aridez en la garganta, lengua enroscada, sudoración, enturbiamiento de la sangre, pesadillas, pesadillas, muchas pesadillas sucediéndose, superponiéndose, formando un mazacote. El Voivoda se soñaría usando el cuerpo de un poeta más que nada arrogante, bello —podrido por dentro, en consecuencia—, viajero; Lord Byron, cómo no, el hielo y el hastío, sudando en la mitad de una faena venérea con su hermanastra. También tendría Vlad Drácula otra pesadilla, una en que se vería dominando la voluntad de los lobos y otras fieras, llegando a Londres a bordo de un barco repleto de muertos y ratas, tras el rastro de una tal Mina Harker. Quizás ya cerca del amanecer, cuando sus sábanas parecieran los despojos de una inundación, Vlad Drácula se vería en una solitaria calle de Buenos Aires, viejo, débil, sobre el asfalto, siendo atacado por una jauría de policías.

El caso es que a eso de las cinco, ignorante del contagio, despertó y se dio a un vuelo solemne alrededor de su cama, de donde todavía se evaporaba el calor de las fiebres.


TERCERA NOCHE: Donde abunda el Islam

Esta noche hay luna nueva, el firmamento luce apretado de estrellas, pero la tierra está cubierta de sal, perdida, reventada, y un coro de lamentos discretos, como pujos de lagarto, matiza los restallidos de las hogueras. Una espesa humareda envuelve las afueras de Tirgoviste. Ya terminaron de arder los pocos establos, las fondas, los cadáveres de vacas, cerdos y ovejas que habían sido previamente envenenados. Sólo hay vida en las tiendas blancas, donde Mehmed II, el Anticristo, bebe un sorbo de agua de rosas que ha traído desde Instambul. Frota su barbilla mientras saca un balance de la jornada. Contó mil quinientos palos adornados con los cuerpos de sus hermanos en los alrededores de Tirgoviste; la carnicería habitual. Y la tierra no vale nada. Y sólo tiene un grupo minúsculo de prisioneros, unos niños, unas cuantas mujeres en harapos, con la cara tiznada de lágrimas, que fueron el botín de sus jenízaros. Concluye, pues, que Vlad Drácula vendió su cabeza a muy buen precio; alto, sin duda, considerando solamente que la tierra de ese principado está ya maldita, hueca, aunque ya no tanto, ya no tan elevado, si se comprende también que la caída de Valaquia es el precio que se pagó por entrar a Hungría.

“Un sobrenatural”, piensa el Anticristo dirigiendo su mirada a la jaula que chorrea todavía sangre, la jaula en la que está encerrada la cabeza de Vlad Drácula, a la salida de su tienda. “Un príncipe que daba sus batallas con el apoyo de las potencias oscuras, los insepultos y los fantasmas. Un vampiro. Una inmortal criatura de los literatos. Pero ya no respira, ni exhala sus odios, ni usurpa el cuerpo de las bestias”. Mehmed II se levanta despacio, apoyándose con las manos, sale de la tienda, da instrucciones de avance a su visir, y monta un caballo para verificar que todavía esté exhibido el cuerpo sin cabeza de Vlad Drácula a la puerta de Tirgoviste. Se dice: “Nuestro imperio es la casa del Islam. De padres a hijos, la lámpara de nuestro imperio ha sido alimentada con aceite del corazón de los infieles”.

En la jaula, la cabeza de Vlad Drácula adopta el práctico tamaño de un escarabajo Atlas. Extiende sus élitros para iniciar de nuevo la fuga. A lo lejos se escuchan los cascos de la cabalgadura del Sultán atravesando el barro salado, sanguinolento.

martes, 23 de mayo de 2006

Elena y las Delicias - Relatos de Vampiros

ELENA Y LAS DELICIAS
Néstor Pedraza

Elena no piensa en el fin. Esa palabrita está asociada con otra clase de gente, gleba, que encuentra el fin a cada paso. Fin de la comida, fin del trabajo, fin de la salud, y el fin por fin. Con ella no tiene nada que ver. Y menos ahora, que se mira en el espejo de su baño en Palacio. Elena incólume, incuestionable. Comienza a desvestirse con parsimonia, indivisible. Su cuerpo se va reflejando íntegro, inalcanzable, incorruptible, impenetrable.

—Puta —, le dice al reflejo amañado que le muestra el espejo. —Qué gorda estás.

Y no, no es que Elena haya sido alguna vez una sílfide, ni que jamás haya anhelado la forma y los recorridos de las modelos de pasarela. Es que hay límites, y su cintura los había rebasado todos. Aún así, Elena no pensó en el fin. Todo se reducía, según sus cálculos exactos, a una curvatura exagerada en el universo, un pliegue en las energías cósmicas, una desproporción en las balanzas espirituales celestes. Había frutas podridas en la canasta, su canasta, que le enturbiaban el aura y amenazaban con infestar sus poros de sucio moho.

Unas cuantas frutas podridas, no más. Eso nada tiene que ver con el fin. Era cuestión de hacer una limpieza, tirar las malas frutas, un procedimiento sencillo. Sin embargo, Elena, aunque indestronable, no tenía los brazos lo suficientemente largos para poner a funcionar las maquinarias necesarias. Necesitaba una extensión de su ser, y para eso estaba casada con el Mago de las Transmutaciones. Elena, la intocable.

Su esposo, en efecto, había hecho su primer gran acto de transmutación cuando era muy joven. El objeto que transmutó, fue su propio destino. ¡Ah! ¿Cuántos ilusionistas famosos se atreverían a asumir semejante reto? No nos digamos mentiras, se necesitan güevas; aunque quizás, también, hay que tenerlas demasiado grandes. El secreto estará, de seguro, en lograr el equilibrio entre ambas cosas.

Elena frente al espejo se ve reluciente en su canastilla personal de oro, acompañada por jugosos melones de agua y exquisitas peras maduras. Y ahí están, las manzanas pútridas jodiendo el regocijo de los demás. Así que se pone la pijama y espera a su marido en la cama, para morderle suavemente la oreja, al estilo de los años cincuenta, cuando lo conoció. El mordisco va acompañado de un susurro: “Tocará quebrar a unos cuantos de esos hijueputicas, pa’ que dejen la joda.”

Y es que, aunque Elena nunca hablaba de la postadolescencia de su marido, no olvidaba que él había pasado hábilmente de ser un raponero de poca monta y un perfecto güevón, a ser la mascota favorita de los gobiernos que deberían ser, si las cosas tuvieran un norte y un oeste, los más acérrimos enemigos de su régimen.

—Papi, hay que sacar las frutas podridas —, insiste Elena por segunda noche, inquebrantable, segura de que su Nicolai todo lo puede.

No importaba que su marido hubiera sido un ladrón de tan poca monta, que se hubiera robado un pinche maletín relleno no de billetes, sino de coloridos papeles del Partido Comunista. No importaba tampoco que hubiera sido un güevón de tal magnitud, que se hubiera dejado atrapar con esa belleza de paquete en sus manos. Lo que importaba era que al salir de la cárcel, ya se había hecho miembro oficial del Partido, y de ahí a la dictadura totalitaria apenas hubo un paso. Veinte, treinta años, en fin, un paso.

A Elena, por supuesto, no podían endilgársele los cien cadáveres que nunca aparecieron, que nunca estuvieron vivos, que no fueron parte de ninguna estadística. Elena, inmaculada, sólo había tenido un par de inocentes charlas maritales con su Nicolai. Los cien cadáveres del segundo año, de los que no se habló ni hubo registro alguno, tampoco se le podían achacar a los kilos de más que exhibía Elena en su bikini verde limón a orillas del Mediterráneo, inolvidable. Elena sólo se miraba al espejo y suspiraba en el oído correcto:

—No hay equilibrio en el mundo, hay que balancear las cosas.

Y los cadáveres no aparecían, no habían muertos en los libros oficiales, sólo habían fiestas en Palacio, conmemoraciones de los triunfos de Vladimir III de Valaquia, y dulces gemidos nocturnos de Elena frente al espejo, haciéndose apliques bioenergéticos, aromáticos, purpúreos, mientras alcanzaba pequeños simulacros de orgasmos. “Ya casi lo logras, papi, la balanza se va equilibrando, eres el Paladín de la Equidad”. Así que no había riesgo de que Elena pensara en el fin.

El lector sabe, por supuesto, que la dicha dura poco, y que la malquerencia en el mundo crece al mismo ritmo desaforado de la población humana. En efecto, las frutas podridas se reproducían cada vez más rápido, la infección se esparcía con el mismo tono alegre con que se quema la pólvora, obligando a Elena a tomar decisiones radicales. No podía perderse el trabajo noble de tantos años. Se requería una acción definitiva.

Elena, inamovible, se desvistió de nuevo frente al espejo, e hizo una leve mueca. “Maldita ballena”, le dijo al reflejo que le inventaba el espejo, indolente. Pero no pensó en el fin.

—Papi, esos perros nos están cagando la cara. Que no quieren que nuestra familia maneje todos los ministerios e instituciones. Que les parece horrible que la policía mantenga el orden y se tome en serio la paz del país. Que les escandalizan las fiestas de Palacio. Todo les aburre. Si se deprimen tanto, ¿por qué no se suicidan? Habrá que suicidarlos.

Elena no piensa en el fin. Aún ahora, detenida por las fuerzas militares que derrocaron a su Nicolai, se mira al espejo, imprescindible. Aunque quizás en el fondo, admite que se les fue la mano. Es que claro, los países de occidente se hacían los de la vista gorda con los cien muñecos anuales que no salían a relucir, que no flotaban escandalosamente en los ríos ni en las cloacas. La situación era manejable, y el régimen colaboraba, colaboraba mucho. Todo iba bien. Pero cinco mil en un día… Se habían pasado.

Quizás en el último instante pensó por fin en el fin. O quizás un poco antes, cuando le anunciaron que le iban a atravesar el cráneo con una pepa de plomo. O quizás no. Quizás aún frente al pelotón de fusilamiento, miró a Nicolai a su lado, y esperó que ejecutara una de sus transmutaciones. Y sí, los dos se transmutaron. Elena insalvable y Nicolai insostenible, se convirtieron en cadáveres que sí aparecieron, que sí fueron registrados, y cuyas fotos vio el mundo entero.

Decisiones - Relatos de Vampiros

DECISIONES
Ivonne Rodríguez

Llueve, el ruido de la caída al transcurrir el tiempo, se vuelve parte del silencio.

Ya no importan muchas cosas, ya la sed se vuelve costumbre a causa de la impotencia que siente mi cuerpo de ser autosuficiente.

Ahora lo único que me queda es esperar que Wicco se apiade de mi y me traiga un poco de vitalidad. Pero ha pasado tanto tiempo que supongo que mi no presencia es ahora luz a su libertad.

Lo amé tanto, que renuncie a mi misma esencia, para buscar ser humana. Y ahora las consecuencias de esa decisión destruyen mi vida a la par que mis tan preciadas cualidades se vuelcan sobre mí, como mis primeras enemigas.

La leyenda dice que los vampiros, una vez destruidos, van a las tinieblas donde la oscuridad es el precio que se paga por haber destruido la vida, por haber tomado a fuerza propia la vida de otro ser humano. Pero lo que ignoran, es que en su infinita misericordia, el Creador, al pedir perdón nos regala a todo ser viviente, la posibilidad de enmendar nuestros errores en una próxima reencarnación.

Tengo recuerdos, pero no memoria, parece extraño, pero es cierto.

Nací en una familia costumbrista, arraigada a las creencias cristianas. Por muchos años mi mente y mi cuerpo conformaron el equilibrio imperfecto pues el ansia que me producía el tomar sangre era injuriado y repudiado por mi mente.

Mi cuerpo ganó muchas batallas, tantas que mi mente sucumbía en horribles depresiones. Mis lecturas cotidianas poco a poco me fueron mostrando quien en realidad era, mientras que mi razón y corazón se veían enfrentados a interminables cuestionamientos.

Aprendí a tomar sangre de los animales que luego eran alimento a mi familia. Ellos nunca sospecharon, pues era una tarea que a solas realizaba como parte de mis quehaceres diarios.

Y en el transcurrir de los días, conocí a Wicco, un hombre mayor muy ilustrado y apuesto. Poco a poco me acerqué a el, usando las cualidades que eran parte del legado de mis vidas anteriores.

Una sensualidad inocente, un imán imposible de repeler. Una fuerza salvaje que inevitablemente sucumbe ante la razón y se ubica sobre la pasión que muchas veces enceguece la mente masculina, haciéndola débil y frágil a los deseos y los caprichos femeninos.

Fue relativamente fácil conquistar su amor, pero fue totalmente imposible conquistar su corazón.

Obligada por mis preceptos, le confesé quien era y él, asustado, confundido, me rechazó, me odio, nunca más volvió a tocarme, a mirarme, a amarme.

En medio de aquel dolor, aborrecía a Dios por ser quien era, por pretender poseer el amor de un hombre siendo yo más animal que humano. Mi ira se desató. Viaje por muchas ciudades. Todo aquello que me había pertenecido ahora me era negado. El amor.

Poseí todo el amor que quise conquistar, bebí su sangre, su vitalidad, cometiendo los mismos errores que me hacían cada vez mas vampiro, cada vez menos humana.

En una vida de desenfreno, ya mis ansias eran imposibles de contener, de alimentar, de saciar. Mi cuerpo decaía, el dolor se apoderaba de mi cuerpo con más frecuencia.

Una extraña enfermedad que mis orígenes no conocían me destruía por fuera, aunque por dentro ya no era nadie.

Sin saberlo, volví a mi origen. Y allí estaba él. Tal vez esperándome, tal vez olvidándome.

Su mirada triste, me dijo muchas cosas, tantas que sus palabras guardaron silencio. Mi belleza se había quedado en los cuerpos de tantos hombres que amé buscando su amor, de tantas noches que lloré, escuchando mi dolor.

Y aquí estoy, entregándole mi prisión para que el vuelva a ser libre. Mi amor es su derrota, su amor mi esclavitud. Tal vez, si vuelvo los ojos a Dios, me dé otra oportunidad, pero aun pienso mientras tengo un suspiro de vida, si no poseerlo es igual a pertenecer a las tinieblas y si es así, prefiero las tinieblas, que me dan la perfecta desesperanza de saber que nunca será mío y no la vida que me brinda la posibilidad aún perdida de poder conquistar mas allá de sus pasiones, conquistar su corazón.

Supongo que mi no presencia es ahora luz a su libertad.

Vampiro - Relatos de Vampiros

VAMPIRO
Magglioni Guiral

Un día turbio donde veía llover a través de mi ventana vi una vieja casa que está a pocos metros de la mía, de la cual dicen que hay un personaje tenebroso. El aspecto de la casa es muy lúgubre sus puertas y ventanas tienen una asombrosa forma gótica y en cada uno de sus extremos dos grandes y temibles gárgolas que parecían que estuviesen con vida propia. Al ver esta vieja casa me daba una sensación de angustia ya la vez una enorme tranquilidad, pero aún no recuerdo haber visto a alguien dentro de aquella casa, desde mi ventana se puede apreciar el movimiento de objetos dentro de ésta, es más, no recuerdo lo que ha sucedido últimamente en este lugar.

Me alejé de la ventana para dirigirme a mi habitación cada paso que doy me oprime el pecho y me corta la respiración, siento la presencia de alguien en la habitación pero al irrumpir en ella no había nadie. En ese momento sentí como golpes de tambores retumbaban en mi cabeza, unas imágenes que llegan a mi mente de cómo en aquella habitación murió mi amada atravesada por una daga en su corazón. Pero aún siento su presencia, su dulce mirada al contemplar el firmamento su sonrisa cálida, y sus tiernos labios al besar mi cuello.

Al recordar con amargura lo sucedido bajé al desván para acordarme de aquellos momentos bellos que con ella pase, aquellos momentos que se fueron y no volverán. Al llegar al desván llegan con el mas recuerdos. Pero son más tormentosos, en ellos me encuentro corriendo hacia la vieja casa del frente esperando encontrar allí a mi amada aun con vida. Dentro por ese desván subo deprisa las escaleras y en tal momento veo a mi amada atravesada por una daga en el corazón, pero aun hay más, me asomo por la ventana y miro que la gente está levantando enormes murallas hechas de espejos alrededor de esta vieja casa.

Despierto de este extraño trance y salgo corriendo de mi casa para comprobar si es cierto lo que mi mente vio. Al salir veo con gran asombro que la vieja casa que esta a pocos metros de la mía es la misma casa de la que yo salí, era un reflejo de la casa en un duro espejo, pero con la diferencia de que en el espejo no me podía ver; así comprendí que aquel personaje al que todos le temían era yo. Ahora se que en cada puesta de sol he de levantarme de mi tumba fría a contemplar por la ventana una vieja casa que esta a pocos metros de la mía. Y vivir lo que ya viví cada atardecer, con el bello recuerdo de mi amada.

Vampiros al Sol - Relatos de Vampiros

VAMPIROS AL SOL
Carlos Alberto Zea

Después de todo, la oscuridad fue cediendo y se instalo el amanecer. En realidad la luz no le hacía daño. Pero a causa de su real convicción frente a la lealtad de las tradiciones, salir a la calle en el día, equivaldría a que un esquimal le diese por dormir en hamaca: Intolerable. Así que se metió a su nuevo sarcófago, el último de sus diseños, en donde además de descansar el sueño, escuchaba black metal y leía a borbotones, mientras veía de reojo en la tele, History channel, su canal preferido, pues guardaba la esperanza de ver un documental de su aristocrática familia.
La inmortal vida que merecía no había sido alterada durante siglos. Si bien su rutina y oficios habían variado a lo largo de su existencia, de acuerdo a sus múltiples personalidades: Conde en Transilvania, anticuario en Londres, hacendado en Brasil, nunca se había sentido más a gusto que hoy, siendo el joven metalero, vocalista de una banda bogotana, líder de sus amigos, a los que ya había iniciado es sus lecturas, y flamante propietario de una funeraria.

Esa mañana su empleado no llego, y fue tanta la insistencia en el timbre, que decidió dejar su aposento, empijyamarse y salir a ver quien era. Entonces la vio. Pero no pudo descifrar el recuerdo que guardaba aquel rostro que desde el primer momento impactaba al dejar la ausencia de su recuerdo, razón por la cual verla de nuevo siempre sería algo único.

Venía, claro, por un servicio. Su tío abuelo había sido encontrado, después de ocho días de desaparecido, muerto en una carretera aledaña a algún lado. El caso es que estaba descompuesto y había que enterrarlo cuanto antes. Intento en otros sitios, sin suerte, e insistió en el suyo porque fue el único que le pareció habitable. Todo eso lo supo después, en uno de los tantos paseos diurnos que le concedió, porque en aquel momento las lágrimas no daban tregua y las palabras eran inaudibles. La consoló primero, y luego atendió el funeral. Cuando llego su empleado, lo dejo a cargo y se retiro a dormir. En la noche al ir atravesando el corredor, cerca de la sala de velación, se encontraron. Ella lo recorrió desde los pies, y él no paso de su cuello como no fuera para ver su rostro con el fin de olvidarla otra vez.

Caserías nocturnas de transeúntes desprevenidos y toques en bares melancólicos se sucedían dentro de lo cotidiano, hasta la madrugada en que encontró la nota de su empleado, anunciándole que la extraña chica del otro día había vuelto a buscarlo. La cito en la noche. No había clientes. Las salas vacías semejaban fiestas sin agasajados; recintos olvidados de todo dolor. A ella no le fue difícil precisarlo. Disculpo su verdadera intención con un papeleo innecesario para una inexistente herencia. Después de firmar y sellar el documento que ella metió doblado en su cartera, la invito a recorrer su casa, su verdadero hogar y detrás de salas y oficinas se abrieron ante sus ojos espacios sofisticados, amoblados con gusto, no obstante el tono mate en el color. Insistió en conocer su alcoba y él la llevo a su lecho y se sorprendió al no verla aterrorizada como ya la creía. Y es que ella no era otra que una más de los místicos seres incisivos y alados de todos los siglos. Fue allí cuando la recordó en el velorio, dándole la espalda para volver al lado de dolientes que aunque vestidos de negro para la ocasión, daban el aspecto de cierto estado natural.

Ella sí estaba a la vanguardia. Poco a poco, pacientemente, a medida que el amor avanzaba, fue sacándolo de las sombras, para llevarlo a espacios iluminados, haciendo énfasis en que no había nada de malo en ir a la par con los cambios de tiempos y aprovecharse de ellos mismos con el fin de vivir mejor una vida al día que a nadie le hacia mal. Compartieron música, lectura y alimento. Así que creyó necesario iniciarlo en algo más efectivo y seguro que ir sorprendiendo victimas en las noches, haciéndole conocer de ante mano las reciente tragedia de Nosferatu, que le leyó de la Gambaro.

Se trataba de lanzar el anzuelo mediante anuncios en Internet convocando a talleres imposibles para incautos en bibliotecas públicas, en donde empezaban las sesiones haciendo repaso de su propia historia a través de ochenta años de literatura; en un salto tan fácil como el que se da de los Cárpatos a Londres, de allí al brasil y luego a Bogotá. Fue en donde los conocí. El vestía de negro en toda su altura, mirando detrás de lentes oscuros porque todavía no se acostumbraba a la luz, dejando ver las uñas pintadas del mismo color, cada vez que sacaba una pequeña botella de su bolsillo trasero, apurando un trago entre episodio e historia, con la sangre de su última victima. Por primera vez la vi. A sus pies, celebrando la dicha de la nueva existencia, brindando del mismo néctar, dejándome ver aquel rostro y su insistencia de olvido, invitándome por siempre a ser el más fiel de sus discípulos.

Ilse Come Corazones - Relatos de Vampiros

ILSE COME CORAZONES
Liliana Guzmán

La camioneta destartalada de Chucho comía kilómetros como un insecto agonizante, en ese delgado límite entre los carros, las casas, las becas, y el acertijo de árboles de la Sabana. Al subir el puente que delimita los galpones multifamiliares del fin de la ciudad, los cinco amigos en el interior de la camioneta daban oficialmente inicio a un sano fin de semana en el campo, en busca de un punto final para tres días de buena mala vida en fast forward —quemadura de cerebro y pulmones en primer grado—, por cuenta de la una carcajada química. Ilse asomó la cabeza por la ventanilla del copiloto para respirar, mientras el viento la cegaba de polvo, le acariciaba la cara blanca y despeinaba salvajemente su desvaído pelo rojo.

—¡Ilse, suba esa mierda! Le ordenó Chucho, mientras se tapaba la boca con la manga del saco. El río bajo el puente estaba muerto.

Ilse subió la ventanilla y, como en las caricaturas, su pelo quedó despeinado en la misma dirección de la fuerte corriente. Los tres enguayabados culposos del puesto de atrás se rieron de ella y Chucho, enternecido, quiso peinarla con sus dedos. Pero ella espantó su mano como un bicho molesto, porque esa mañana de sábado le fastidiaba que él, su novio de turno, la tocara. Ese día Chucho le daba asco. Y no era para menos, pues la noche anterior había conocido a un charming man destripador de besos, que la había dejado enferma de sexo, llena de culpa y de mordidas miserables entre toallas desechables y baldosas salpicadas de orines. Ilse no era una mujer apasionada. Tanto así, que su vida estaba llena de orgasmos malogrados, de ya casi–ya casi que nunca llegaban a explotar… Hasta esa noche. Por eso le fue tan difícil salir a escondidas del baño sin mirarse al espejo, y volver a tomar la misma mano, a reírse de los mismos chistes y mirar con la misma carita de mensa al mismo tipo aburrido con el que seguiría acostándose y yendo a cine durante los próximos meses.

Chucho notó el definitivo no de Ilse. Y ella notó que él lo había notado y trató de componer el entuerto, premiándole la frente con un beso fraternal que a él le supo a mierda. En el puesto de atrás nadie notó nada.

Ilse, sin embargo, parecía darse cuenta de todo. Vio al sol desperdigarse como oleaje naranja —entre islas de nubarrones negros y montañas— y abriéndose como un mar para que pasaran los borrones de camiones y carros, sobre una plataforma marina gris con rayas amarillas. Pudo escuchar con una nitidez de high-fi las conversaciones de los camioneros que los adelantaban en la carretera, debajo del ronroneo del motor. Hasta creyó oler la fetidez de un perro descompuesto que Chucho logró esquivar de milagro. A ella, sin embargo, no le pareció raro, porque a veces el guayabo voltea la piel hacia fuera y el mundo lo deja a uno acurrucado contra una pared, rogándole a las cosas que no lo toquen porque duele. Más que su exacerbada sensibilidad, le preocupaba seguir buscando entre la quietud de los árboles, entre el verde oscuro de los eucaliptos, esa cara que ni nombre tenía, porque lo que no tiene nombre no existe. Y ella quería matarlo, pero él, por esas cosas extrañas del corazón, no se dejaba.

* * *

El polvo se desenrolló como una alfombra frente a la finca prestada en la que los cinco enguayabados iban a pasar su fin de semana. Llegaron. Desempacaron sus mudas, escogieron camas, solitarias o compartidas, y se fueron a caminar por las colinas cercanas. Todos, menos Ilse, que no se sentía nada bien y pidió quedarse sola. Chucho entendió la indirecta, sin querer darse cuenta de que algo grave pasaba.

Ilse se acostó en el piso del baño, a ver si se le pasaba el malestar. Miró un largo rato el techo caído de moho, y vio entre la cal burbujeante la cara de su charming man destripador, el hombre que la había obligado a responder sí a las silenciosas preguntas de sus manos, hasta dejar que su boca conquistara lentamente su clítoris húmedo para lamerla con dulzura.

Ilse se agarró duro a la taza del baño y vomitó bilis, porque le daba vértigo pensar que ese pipí descapuchado era, insólitamente, la única cosa buena que le había pasado en mucho tiempo. Se enamoró como una estúpida, no a primera vista, sino a primer polvo en un baño orinado. Después de enjuagarse la boca en el lavamanos, se acordó de haberlo visto estudiarla desde una esquina oscura, y que un nylon jalado quién sabe de dónde había pescado en su estómago su sonrisa más imbécil. Se acordó también de que se puso tan roja, que fue al baño a echarse agua, con tan mala suerte que el de mujeres estaba ocupado y le tocó meterse al de hombres. Tocaron. Y ella abrió.

—Este es el de hombres, ¿verdad? Dijo él confundido.

—Sí... ya salgo... —. Él entró y ella, sin saber por qué, se quedó parada en la puerta, queriendo decirle muchas cosas, pero sólo siendo capaz de hacer una... Cerrar la puerta con seguro y quedarse adentro.

—¡Hey!, ¿qué le pasa pelada?

—Nada... que yo no me salgo de aquí hasta que usted no me de un beso... —dijo sin pensarlo demasiado. —Mire, se lo juro que yo no soy así... no sé qué me pasa. Déme un beso y ya lo dejo en paz, ¿sí?

—¿Le importa si orino primero? —sonrió, y sus dientes de animal brillaron con la luz tenue del baño.

* * *

Ilse pensó que con los ritos, con las pequeñas costumbres, se podría salvar de su memoria reciente y su malestar. Así que tomó un largo baño, dejando correr el agua por horas. Sin embargo, este remedio sólo empeoró las cosas, pues la pobre quedó tirada en el piso sucio de la ducha, desmayada, sin nadie en la casa o en el mundo que viniera a socorrerla. Y tuvo una pesadilla. Creyó recordar que mientras su destripador le había abierto una herida limpia en el pecho con una uña larga, le había sacado el corazón y se lo había comido con una ansiedad que la asustaba.

Cuando recuperó el conocimiento, Ilse salió de la ducha para examinarse exhaustivamente ante el espejo y comprobar que no había sufrido daño alguno —pensó que morir en un accidente casero era una manera miserable de irse de este mundo. Pero no vio nada. No había ninguna Ilse donde antes había un pelo rojo y unos ojos color miel. Se miró las manos de garras largas, se preocupó y, como siempre cuando estaba preocupada, se mordió el labio. Este quedó destajado al primer contacto con sus filosos colmillos recién estrenados. Del susto se le brotaron las venas de la frente y se las tocó. Esas gigantescas montañas azules la aterraron y quiso arrancarlas con sus afiladas uñas nuevas. Pero ante sus ojos, las brutales heridas desaparecieron sin dejar rastro. Su piel tenía libre albedrío y había decidido por ella nunca más dejarse maltratar. Ella, incrédula, intentó matarse, extendiendo sus largos brazos para saltar del techo de la casa. Pero después de dar varias volteretas en el aire, aterrizó de pie como un gato asustado. Intentó clavarse una estaca en el pecho, pero esto también fue inútil, puesto que carecía de un corazón para ser atravesado. Ya no había nada qué hacer. Era mejor tranquilizarse y explorar las ventajas de su nueva condición. Practicó varias horas sus saltos, despegando del suelo y viendo con alegría que podía casi flotar en el aire, que sus patadas traspasaban el concreto, y si Hollywood no se equivocaba, sus facultades físicas, además de ilimitadas, eran eternas. Así que esperó agazapada detrás de la puerta para saciar con sus tres desafortunados amigos y su pronto descorazonado novio, esas increíbles ganas de comer corazones frescos para el almuerzo.

Elvia - Relatos de Vampiros

ELVIA
Juan Carlos Rondón

Pasea suavemente entre la multitud de la calle y todos la miran sin cesar; pero hoy no es un día para admirarla, no esta noche. Sus ojos tienen un tono especial, unas gotas de maldad, como una prevención que muchos quieren ignorar. Hoy ella busca algo en especial, algo que llene de vida su excitante cuerpo, que la haga sentir viva de nuevo, que ruborice un pocos sus pálidos pómulos, un licor no tan añejo y que a su gusto no es tan difícil de obtener, pero a cada paso su búsqueda se afana mucho más, su delirio crece y su vida se agota.

Ya ha pasado tiempo desde su último trago de vida, su pálida piel es más clara que de costumbre, sus ojos se apagan por momentos como se apaga la esperma noctámbula; sus pasos son menos fuertes y en momentos pareciera que perdiera estabilidad.

—Necesito una gota, una sola —, exclama en voz baja.

Casi las dos de la mañana, siente que ha perdido mucho tiempo en conseguir lo que necesita; sin embargo su espera como es normal termina pronto ante la impotencia de su figura, bastó un simple “hola, ¿qué haces tan sola?” de un redentor.

Elvia, voltea su mirada a la salvadora voz y le responde.

—Hasta el momento nada; pero creo que tú y yo podemos hacer mucho.

Mantiene la mirada fija en su rostro, dejando enseguida sin aliento a este pobre hombre. Qué golpe de suerte el que él ha tenido, la mujer más bella que podía estar en ese lugar había respondido a su picara e inocente pregunta. “Lo que tú desees, sin reparo estoy dispuesto a hacer.” Ella sonríe:

—Estoy muy segura de eso, me podrás complacer de una manera que no te imaginas.

Nuevamente renovada, más bella, más diosa, Elvia por fin calma su irónica y maldita sed. Es cruel el sacrificio, no siente la alegría que desearía; pero no lo puede controlar. Deja suavemente en el suelo el cuerpo sin fuerza del buen redentor, no tendría que ser de esta manera y maldice su suerte.

—No es justo, que el deseo de este pobre hombre sea mi salvación, no entiendo por qué; seguro otro como yo, aprovecho un momento de mi intensa lujuria y pagué con ésta, la cruz que he de llevar por toda eternidad o hasta que la sed misma seque mi vida.

Ya han pasado días desde aquella noche. Elvia, no quiere volver a caminar por las calles como un cazador; pero ese deseo incontrolable la mueve casi sin que pueda siquiera pensar.

—Otra vez en esta calle llena de vida y yo sin ella; otra vez la gente mirándome con intensidad, sé lo que muchos quieren y lo que yo quiero de ellos; todo otra vez.

Hoy es una noche un poco más cálida, la neblina no cubre como es costumbre, hay algo raro en el ambiente, no se sabe pero no es malo; es algo que brota de la noche misma, como un suspiro, como algo nuevo e incesante. Elvia, sabe que esta noche habrá sorpresas, algo la tiene intranquila.

—Siento algo que no comprendo, una inquietante corazonada. Estoy un poco confundida; pero ya tengo que suplir mi necesidad, cada segundo que pasa es vital para mí.

Sigue caminando con la sensualidad digna de una princesa, sus ojos azules conquistando miradas y lo que más importa despertando deseos.

—Cada vida esta dispuesta a calmar mi sed; solo los mueve el deseo que les produce mi cuerpo, ¿cuántos pensamientos volaran por sus mentes al verme?

Mientras se cuestiona esto y mirando a su alrededor, algo la golpea en sus piernas; cuando siente esto, mira de inmediato para saber qué la había golpeado con un enojo en su mirada, sus ojos divisan lo siguiente: un joven que vuela por el lado de ella, y una bicicleta que ante su rígida estampa femenina se retuerce. Casi una pequeña sonrisa deja salir de su boca, es raro lo que pasa. Nadie se preocupó por la suerte de este muchacho que voló varios metros y se estampo en el suelo, todos se acercan a Elvia con una pregunta muy tonta, “¿estás bien?”

Ella una estatua majestuosa como de un santo, y su voz encantadora pronuncia:

—No debería ser yo el motivo de su preocupación.

Todos comprenden que nada le había pasado. “¿Quién es él?”, preguntó, a lo que todos vuelven su mirada a un joven de unos veinticinco años, tendido en el suelo y con cara de resentimiento por el fuerte golpe; además una línea de sangre que baja por su rostro y que cada vez es más caudalosa. Aún no se incorpora todavía, y sigue ahí tendido en el suelo.

—¡Yo me encargo de él! Fue mi culpa —, dice Elvia ante al mirada atónita de todos.

Se acerca sin afán y llega hasta donde esta él, se agacha y se queda mirándolo fijamente. Cuando él puede enfocar un poco su mirada la ve y le dice “no sabía que san Pedro tenia los ojos más hermosos que yo haya podido ver”, y al declarar esto queda inconsciente. Elvia, seca con sus dedos la sangre que resbala por su cara, para desgracia de ella perdidamente. Lo levanta y lo lleva cual madre carga a un hijo dormido para acostarlo en su cama. Elvia está un poco débil, y por alguna extraña razón a este caído hoy lo dejará descansar o mejor, lo dejará en paz.

Pasó un día y cada uno por aparte se las arregla para poder abrir sus ojos a la siguiente noche. Cuando el adolorido joven abrió los suyos, lo primero que se cuestiono fue “¿dónde demonios estoy?”, mirando desconcertado el lugar donde estaba; en una cama tan grande que podía ser su casa, un cuarto enorme, con una ventana gigante quedaba frente a él; se veía a lo lejos ciudad y posada sobre todas las luces de la misma, la luna llena, como un farol redondo colgado exactamente en el cielo.

—¿Dónde rayos me encuentro?, ¿qué me paso? —, se pregunta de nuevo.

Una imagen de entre las luces que producían las velas en ese cuarto, se empieza a dibujar, y la voz de ella por primera vez él escucha.

—¿No ves a la gente cuando caminan por la calle?

—No sabia que las rocas se movieran entre la gente de noche —, responde el joven. —¿Dónde estoy, y quién me habla?

—Estás vivo, eso es lo que importa —, contesta ella con una irónica risa. —¿Cómo te llamas?

Él, un poco confundido le responde “Gerónimo, pero yo pregunte primero, ¿dónde estoy y quién me habla?” Elvia sale de entre las sombras y deja ver toda su belleza; su imagen de princesa se ubica frente a la mirada confundida de Gerónimo. “No era san Pedro”, dice él. Ella camina hacia él con la mirada fija en sus ojos; hay algo en la mirada de él que la inquieta, desde que lo vio tendido en la calle; no sabe qué es y hasta le produce cierto temor. “¿Quién será éste que produce intranquilidad en mi ser, que de un zarpazo voló por mi frente y descansa hoy en mi cama?” Aquella noche de ambiente claro, traería un sentimiento que pronto descubriría.
Estando frente a Gerónimo, siente un vacío que nunca había sentido jamás, y hasta sus fluidas frases quedan minimizadas a una simple pregunta.

—¿Cómo sigue tú cabeza?

—¡Señora! Lo ultimo que me acuerdo es que estaba repartiendo unas hamburguesas en el edificio de la calle ochenta y seis, cuando un abrigo negro se me atravesó y a pesar de mi pericia no lo pude esquivar; luego creí ver a san Pedro, con los ojos azules más hermosos que haya visto; pero resulta que era usted señora, hasta ahí bien. Tengo un chichón en la cabeza, supongo que me caí y me golpeé muy fuerte y resulta que estoy en la cama más grande que jamás he dormido, en un cuarto que es como la cuadra de donde vivo, y una ventana por la cual podría ver hasta el mismo paraíso; pero mi cabeza está como bien señora. ¿Qué rayos me paso señora, y como es que he llegado hasta aquí?

Elvia, no puede apartar la mirada de sus ojos, el brillo chispeante de ellos al contarle esto la hipnotizan, es algo nunca antes sentido por ella. Se sienta en la cama no muy cerca de él.

—Mi nombre es Elvia, y te estrellaste con un abrigo negro que yo tenía puesto anoche.

Gerónimo de un movimiento un poco brusco logra levantar su la cabeza y le pregunta: “¿Señora, esta usted bien? Debió doler el golpe”. Ella mirándolo casi inconsciente no responde enseguida a su afanosa pregunta.

—No tengas cuidado, mis heridas sanan muy rápido y como vez estoy bien.

—¡Heridas, señora! Aunque se ve como una bella flor en un día soleado; no concibo que por mí haya usted sufrido algún tipo de herida. ¿Está usted bien?

—Las heridas que causaste en mí, no son lo que tú crees –, y se aventura a decirle de un solo soplo, —tu inocente aparición desconcertó mi tranquilidad, caíste del cielo como un ángel herido en sus alas, y en mis brazos te recibí. Tu frágil figura penetró mi rígida corteza, caíste en mi caminar errante y sin vida.

Elvia, nunca había dicho esto antes a una persona y su confusión en ese instante fue aun mayor. ¿Qué tenia Gerónimo, que a la dama de la noche eterna afanaba su lento corazón? Gerónimo permanecía cautivo entre sus ojos azules y sus palabras.

—Mi señora, es usted la belleza misma, su imagen es la pintura de los dioses en una noche de inspiración, hasta mis ojos se cierran continuamente por el resplandor de su piel. Es usted…

Se queda sin palabras, no puede decir nada más porque ella ya no está tan alejada de la cama, está frente a él, casi siente su respiración, siente su olor que entra en él. El deseo en una noche torpe, se exalta en su más inconsciente deliro. Gerónimo y Elvia se encuentran en el punto donde el amor comienza.

Todo fue tan rápido, que ni la misma eternidad de ella bastaría para saber el por qué. A la princesa que roba en las noches la vida, hoy le tocó dar la suya por amor. Un calor entre ellos esa noche se comenzó a repartir por toda la habitación, sus cuerpos comenzaron a arder de amor, pasión, de ilusión para ella, y vida, la inocente vida de Gerónimo se unió a la de ella en un fuerte abrazo. Bastó el momento preciso, la mirada acertada, la valentía para decir lo que se siente, la decisión de dejar nuestras maldiciones y comenzar algo nuevo sin saber el lugar.

Elvia dejó su vida por la de él, y él dio la vida por ella; los dos tenían razones para hacerlo, algo los llevó a ese sacrificio. Esa noche se amaron con tanta pasión que el dolor era insignificante, su besos eran tan mágicos, que ya no se encontraban en ese lugar, se habían evaporado como humo y salieron por la inmensa ventana a cualquier lugar, donde el amor de los dos no fuera prohibido. Todo esto pasa mientras el cuarto de Elvia prendía en llamas hasta al cielo, la sed de sus cazadores llegaba a su fin y con fuego fue saciada; sabían que estaba ahí en ese momento.

El Buen Árbol - Relatos de Vampiros

EL BUEN ÁRBOL
Mario Andrés

Así que, en medio de la sala atestada, levanto los ojos, en medio de toda esa gente del común, buscando ese brillito especial que yo sé reconocer, porque algo he aprendido con esta vida que me ha tocado, como esas películas en que un robot así, espectacular, está buscando a alguien, ti-ti-tí, al protagonista, digamos, entre una muchedumbre inmensa, está buscando, ti-ti-tí, cuando de pronto, pum, lo ve. Y él sabe que encontró al que estaba buscando. Que ése es. Lo sabe porque, obvio, en su disco duro hay información, qué sé yo, una foto, un archivo que le grabaron del más allá, algo. Cosas que yo no tengo. A mí me toca a puro instinto, búsquelo, despacito, tranquilo pero atento, mientras sigo repitiendo lo que ya todos dijeron: que yo no me considero un crítico, que más bien un comentarista (lo cual es cierto, el único crítico que ha habido en este país es Alberto Ossa y ya nadie lo lee, sólo dos o tres gatos y yo), que patatín, que patatán… Cuando veo estos ojitos tristes que me esperan desde detrás de una niebla melancólica y los atravieso como con rayos equis, le veo todo, esa hambre, esa orfandad abrumadora que se huele a leguas, esa bestia indómita oculta tras los velos (qué imagen tan fea, pero así es) esperando sólo una señal para salir, alguien que la acompañe, le acaricie el lomo y le diga algo así como «sal ahora, mi amante cautivo, deja atrás el miedo y la culpa, el mundo te resulta obtuso por la grandeza de los deseos que se agolpan en tu corazón, yo lo sé, poner en evidencia la estrechez, la precariedad de esas cajitas absurdas en que vive todo el mundo no es crueldad, el lobo no necesita batir la cola como si fuera un perro feliz.» Las palabras pueden variar, pero la idea es la misma. Es lo que todos buscan.

Y luego la manita sobre la barbilla, digiriendo todo lo que estoy diciendo, hasta la última gota, con esas pupilas abiertas de par en par, abiertas a mí, diciéndome, gritándome “entra, recórreme”, y yo siento esos deseos incontrolables de zambullirme por esos ojos, de dejarme llevar por esa corriente atroz, subterránea, para caerme por ellos como por un tobogán, como por un resbaladero y caer en ese pozo violeta en medio de una gruta cárdena. Escuchar, al fondo, por debajo de todo, los pulmones, esa percusión desde otra era geológica retumbar, y ver las paredes de la gruta contraerse, rígidas, para al segundo siguiente relajarse, dilatadas y exuberantes, una música sencilla y monótona, imperiosa pero deseable, como debió escucharse en los primeros días de la creación. Como ya no se escucha. Al menos no en esta sala, el calor es horrible.

Las cosas que estoy pensando le dan rabia. O eso parece. Una seriedad que me produce una risa repentina y un poco tonta, qué vergüenza pero qué se le va a hacer, con una calma que un niño a esa edad, unos trece, quince máximo, sólo puede tener después de haber vivido cosas que a los otros les llegan cuando ya están grandotes y más muertos que vivos, la muerte de una mamá, por ejemplo, a esa edad es una llamarada súbita que a su paso troca los árboles en muñones humeantes, una calma como de gato a punto de saltar, al borde de un precipicio, pero indiferente al precipicio, no sé si me explico. O más bien de un edificio (no nos pongamos tan telúricos), como si supiera que abajo hay un hueco del que no alcanza a ver el fondo, pero convencido de que si se llega a caer va a caer parado, amortiguado en sus cuatro paticas. Ay gatico, tú crees que sabes, pero no sabes. Y este gato viejo y sabio te va a enseñar. Porque el que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija. Una sombra larga, una noche interminable, pero oscura no significa necesariamente triste ni solitaria. Ven para acá.