martes, 30 de mayo de 2006

Desvanecer - Relatos Cyberpunk

DESVANECER
Juan Carlos Rondón

Un grito me despierta, viene de una habitación no muy lejana. El reloj de pared marca las cinco con veinte y por la claridad de la luz, supongo que la hora pertenece a la tarde. Miro a mi alrededor de un punto de la habitación donde me encuentro hasta su final: cuatro camas, y en ellas tendidos tres cuerpos sin movimiento alguno.

—¡Señor!, ¡Señor! —deliro al cuerpo más cercano sin respuesta alguna.

Sigo mirando la habitación y veo una puerta de madera un poco trajinada, el color blanco pasa a ser un color madera; arriba de la puerta se encuentra un crucifijo, con una cara de dolor que casi tiende a desvanecer, como si fuera la ultima visión después de salir de esa arraigada puerta, una visión donde su imagen crucificada en esos maderos es la muestra de dolor antes de partir, una esperanza supongo yo. Siento calor dentro de mí, casi me siento ahogado, la sábana que me cubre es como una gran colcha de alpaca, me pesa y siento que poco a poco me empieza a quemar. Siento que sudo mucho y paso mi mano por mi frente, pero está ceca, algo raro me sucede. Oigo a las afueras del cuarto voces incesantes.

—¡Que rápido que se nos va!

—Señora, su seguro no cubre esta droga.

—El de la trescientos dos tiene un paro cardíaco.

Suena como un gran campo de guerra, las trincheras esta llenas de heridos y sus médicos no dan abasto.

—Lo lamento, pero es todo lo que pudimos hacer; el puñal atravesó su pulmón y llegó demasiado tarde; lo lamento mucho.

La batalla se está perdiendo por lo que se escucha; sin embargo, en medio del olor a alcohol antiséptico, gelatina sin sabor, y sus múltiples bajas al frente, también se escucha el llanto frágil y desnutrido de un nuevo soldado o enfermera.

—Señora, es un niño, pero tendrá que quedarse unos días en la incubadora para realizarle unos exámenes.

Hay más llanto que risa en este lugar.

—¡Señorita, por favor! —En un fatídico grito intento llamar a alguien que me auxilie, el calor que siento se vuelve insoportable. Alguien al otro lado de la puerta escuchó mi suplica, y efectivamente le pone atención; abren de un tirón la puerta, me miran como escaneando mi estado, así como esas maquinas que observan de arriba abajo y corroboran que todo esté bien. Se acerca, pone su mano en mi frente y me dice "tranquilo, estará bien, no se alarme." Y como si recargara un arma que fue un suspiro, sale del cuarto a seguir con su inevitable lucha contra: Sangre, pus, materia fecal, fluidos estomacales dados por intoxicaciones severas, y quién sabe cuántas otras materias puestas a su merced. Intento hacerle caso a lo que con su mano en mi frente me pronunciaba. Suspiro e intento pensar en lo que delante de esa puerta sucede cuerdamente.

Pienso: en la inmundicia que se mezcla con la naciente criatura, en el primer olor que ella reconocerá, y que de seguro será más fuerte que la voz de su progenitora; también pienso en esa señora que va a su casa con un nuevo vacío, el cual se empieza a llenar de dolor y ganas de no vivir, debido que su único hijo derramó toda su sangre en la sala de espera de un hospital; o en la blasfemia que una enfermera tuvo que decir para ocultar que el recién llegado pronto tendría que irse. Qué tanta razón tendría esa escuálida, ojerosa y abatida enfermera y quién sabe cuántas horas de trabajo sin descanso alguno, mas con su mano en mi frente me dice:

—Tranquilo, estará bien, no se alarme.

Y empiezo a comprender el significado de su frase: El calor en mí ha aumentado considerablemente, mis pies empiezan a ponerse fríos, los latidos de mi corazón son menos fuertes; mis ojos se cierran continuamente, mi pensamiento y mi ser se nublan, y empieza mi vida entre la oscuridad de este cuarto a desvanecer.

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