PANGOLIN DE EL CABO
Alex Acevedo
Alex Acevedo
Jenofonte refiere en su “Vidas Tristes de Filósofos” (para otros la misma “Historia Animalium”) los vicios y las virtudes del Pangolín de El Cabo, a quien tuvo oportunidad de estudiar con inusitado rigor en sus varios y accidentados viajes al África Subsahariana. Destaca, el historiador natural, la dieta eminentemente capitalista del Manis Gigantea. Como un desalmado gerente fabril del siglo Diecinueve, el Pangolín, irremediablemente mueco, se nutre de los insectos que más brillan por su dedicación al trabajo, los de organización social más elaborada: hormigas y termitas. Valiéndose de su longa lengua, hasta dieciséis pulgadas de superficie pegajosa, destroza las viviendas de los insectos obreros, y lo demás es la repetición del maremoto de la plusvalía o el tifón del materialismo histórico, microscópicas lágrimas de hormiga, inaudibles lamentos de termita.
Otros taxonomistas, seguidores de Johnny Rotten y la bohemia parisina del idéntico siglo Diecinueve, aducen en cambio el perfil netamente resabiado del Pangolín. “Vive rápido, muere joven”, sostienen, reza la divisa del Pangolín. En efecto, el animal prolonga su existencia sólo hasta el momento en que los seres humanos se pierden, justo cuando empiezan a abrirse los portones de la razón y la libido se dispara en potencia extravagante: veinte años. Refuerzan su concepción en la preferencia del Pangolín por las furibundas caminatas nocturnas en las que suele embarcarse; lunas y constelaciones, noches de errancia infinita como alma en pena de bar en bar, de lupanar en lupanar, cantinas y kioscos de caldo de raíz donde a todo el mundo le amanece más temprano de lo que está bien visto.
Sea como se fuere, en el año de 1756, Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, entregó las primeras pruebas que vinculan al Pangolín con los diamantes de El Cabo. Según su testimonio, un Pangolín inquieto succionó una preciosa colección de diamantes para mejorar su digestión, dado que las piedras normales, caliza vulgar de cantería, le causaban excesiva flatulencia y acidez ya francamente anormal. La costumbre se difundió por toda la especie, y el caso, si bien singular, habría pasado desapercibido para la historia natural, de no haber descubierto el mismo Leclerc una pieza de cinco quilates en el excremento de un Pangolín. Lo demás, ya todos lo sabemos, es la trillada eclosión de De Beers Consolidated Mines Limited.
Su carne es muy apreciada.
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