martes, 23 de mayo de 2006

El Buen Árbol - Relatos de Vampiros

EL BUEN ÁRBOL
Mario Andrés

Así que, en medio de la sala atestada, levanto los ojos, en medio de toda esa gente del común, buscando ese brillito especial que yo sé reconocer, porque algo he aprendido con esta vida que me ha tocado, como esas películas en que un robot así, espectacular, está buscando a alguien, ti-ti-tí, al protagonista, digamos, entre una muchedumbre inmensa, está buscando, ti-ti-tí, cuando de pronto, pum, lo ve. Y él sabe que encontró al que estaba buscando. Que ése es. Lo sabe porque, obvio, en su disco duro hay información, qué sé yo, una foto, un archivo que le grabaron del más allá, algo. Cosas que yo no tengo. A mí me toca a puro instinto, búsquelo, despacito, tranquilo pero atento, mientras sigo repitiendo lo que ya todos dijeron: que yo no me considero un crítico, que más bien un comentarista (lo cual es cierto, el único crítico que ha habido en este país es Alberto Ossa y ya nadie lo lee, sólo dos o tres gatos y yo), que patatín, que patatán… Cuando veo estos ojitos tristes que me esperan desde detrás de una niebla melancólica y los atravieso como con rayos equis, le veo todo, esa hambre, esa orfandad abrumadora que se huele a leguas, esa bestia indómita oculta tras los velos (qué imagen tan fea, pero así es) esperando sólo una señal para salir, alguien que la acompañe, le acaricie el lomo y le diga algo así como «sal ahora, mi amante cautivo, deja atrás el miedo y la culpa, el mundo te resulta obtuso por la grandeza de los deseos que se agolpan en tu corazón, yo lo sé, poner en evidencia la estrechez, la precariedad de esas cajitas absurdas en que vive todo el mundo no es crueldad, el lobo no necesita batir la cola como si fuera un perro feliz.» Las palabras pueden variar, pero la idea es la misma. Es lo que todos buscan.

Y luego la manita sobre la barbilla, digiriendo todo lo que estoy diciendo, hasta la última gota, con esas pupilas abiertas de par en par, abiertas a mí, diciéndome, gritándome “entra, recórreme”, y yo siento esos deseos incontrolables de zambullirme por esos ojos, de dejarme llevar por esa corriente atroz, subterránea, para caerme por ellos como por un tobogán, como por un resbaladero y caer en ese pozo violeta en medio de una gruta cárdena. Escuchar, al fondo, por debajo de todo, los pulmones, esa percusión desde otra era geológica retumbar, y ver las paredes de la gruta contraerse, rígidas, para al segundo siguiente relajarse, dilatadas y exuberantes, una música sencilla y monótona, imperiosa pero deseable, como debió escucharse en los primeros días de la creación. Como ya no se escucha. Al menos no en esta sala, el calor es horrible.

Las cosas que estoy pensando le dan rabia. O eso parece. Una seriedad que me produce una risa repentina y un poco tonta, qué vergüenza pero qué se le va a hacer, con una calma que un niño a esa edad, unos trece, quince máximo, sólo puede tener después de haber vivido cosas que a los otros les llegan cuando ya están grandotes y más muertos que vivos, la muerte de una mamá, por ejemplo, a esa edad es una llamarada súbita que a su paso troca los árboles en muñones humeantes, una calma como de gato a punto de saltar, al borde de un precipicio, pero indiferente al precipicio, no sé si me explico. O más bien de un edificio (no nos pongamos tan telúricos), como si supiera que abajo hay un hueco del que no alcanza a ver el fondo, pero convencido de que si se llega a caer va a caer parado, amortiguado en sus cuatro paticas. Ay gatico, tú crees que sabes, pero no sabes. Y este gato viejo y sabio te va a enseñar. Porque el que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija. Una sombra larga, una noche interminable, pero oscura no significa necesariamente triste ni solitaria. Ven para acá.

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