martes, 30 de mayo de 2006

Una Chispa en Medio del Incendio - Relatos Cyberpunk

UNA CHISPA EN MEDIO DEL INCENDIO
Néstor Pedraza

Se sentó en la butaca de madera con una cerveza y un cigarrillo. Era una de las últimas tiendas de rockola y orinal donde podía beberse cerveza. Sentado junto a la ventana de pequeños vidrios rectangulares, apuró una aspirada y un sorbo y miró hacia arriba: la espesa capa de smog ocre brillaba al reflejar el resplandor del alumbrado público. La ciudad parecía cubierta por un domo de cobre oxidado, un enorme domo que mantendría aislada la podredumbre interna. Internos todos, prisioneros de su civilidad, de su progreso.

Afuera la gente se apiñaba en los deslizadores magnéticos públicos, era la hora de salida de los oficinistas. Adentro, sonaba un tema de los Visconti, mientras dos ancianos apostaban sus monedas en una partida de baraja española.

Por fin llegó, el techo de la tienda era bajo y debió agachar la cabeza. Se sentó a su mesa tras un breve saludo. La dependiente les llevó dos botellas ámbar. El otro había puesto sobre la mesa una carpeta como si nada, como si ese cartón lleno de papeles no fuera el centro de su existencia en ese instante.

El otro abrió por fin la carpeta, ceremonial. Un grupo de antimotines con la armadura negra típica de las Fuerzas Pacificadoras Especiales pasó rápidamente frente a la ventana. Era un grupo grande, la ciudad estaba candente desde lo de Chocontá. Él alcanzó a dibujar una perla de sudor en su sien, el otro permaneció impávido.

—No les gustó. Dijeron que era innecesariamente riesgoso. Pendejos.

Él se limpió la frente, sabía que el otro lo iba a meter en un lío gordo, y que él no iba a negársele. Por un momento le hizo gracia verlo ahí, robusto, enorme, en esa butaca pequeñita.

—Usted y yo vamos a llevar a cabo la operación. Me importa un culo que no la hayan aprobado, que no hayan asignado los recursos necesarios. Usted y yo nos bastamos para esta joda.

¿Cómo contradecirlo? Se le había dicho hasta la saciedad que había que quedarse quieto hasta que hubiera calma. La gente estaba muy alborotada por la incursión del ejército en Chocontá. Los medios de comunicación habían hecho todo a su alcance por suavizar la situación, desvirtuar los hechos, trivializar el desastre. Si no, la ciudad entera estaría en llamas.

El otro lo miró fijo, “esta misma noche, usted está listo, ¿no?” Sí, tenía un modelo tridimensional completo del edificio del Comando Unificado de las Fuerzas de Paz grabado en su cerebro, con tiempos, accesos, vías alternas. La operación debía ser limpia: dos granadas electromagnéticas les darían ciento cuarenta y cinco segundos exactos para saltar de sus posiciones en los tubos de ventilación, llevarse a Margarita, la perra mascota y la vida entera del general Máximo Porras, y desaparecer por el tubo de desechos sólidos. La salida del parqueadero subterráneo sería la parte más difícil, esperaban poder aprovechar el servicio de recolección de basuras para cubrir su fuga; si no, la cosa no sería tan limpia.

Margarita despellejada debía amanecer colgada del cuello frente a Palacio, y dar así la señal que desataría el caos y la barbarie de las pandillas armadas y los carteles del tráfico de órganos. Pero claro, al otro se le ocurrió la brillante idea de no sólo llevarse a Margarita, sino dejar en su lugar treinta y cinco kilos de TriDiasfozal líquido, explosivo inestable que reacciona con el aire y que sólo les daría alrededor de veinte segundos para desaparecer por el tubo de desperdicios y dejar tras de sí la destrucción total del piso catorce. Para los líderes de las Llaves Blancas era absurdo arriesgar así a los pocos hombres entrenados y calificados que tenían en sus filas. Y ahora, para colmo, había pasado lo de Chocontá y la gente había salido a las calles a enfrentarse a cuchillo y pistola con los rifles de plasma oficiales.

—Es perfecto —, dijo el otro. —Los tombos están ocupados con el mierdero que ellos mismos armaron, eso nos facilitará las cosas.

La cuenta iba en unos quinientos muertos, contando los setenta niños que cayeron con sus madres en la batida que organizó el general Porras por órdenes directas de Palacio. Chocontá, la “ciudad refugio” donde las familias de los presos políticos eran “protegidas” de “posibles ataques de la población”, se había convertido en campo santo para presionar la rendición de dos de los grupos rebeldes más poderosos del territorio. Por supuesto, esto no afectaba a las Llaves Blancas, que hasta ahora se habían mostrado como un grupúsculo de terroristas sin brújula y sin mayor poder. Lo de Margarita y las consecuentes acciones de sus aliados, serían al fin su consolidación. Y esa demostración de poder les permitiría conseguir la financiación que hacía dos años venían negociando con los Comandos Aguafuerte, que controlaban la venta de arios como esclavos sexuales en Madagascar, y tenían dinero de sobra para sacar a las Llaves Blancas del anonimato.

Él observó hacia la calle, una niña en su uniforme de colegio, con su diminuta falda escocesa, le cortó el aliento. El otro terminó su cerveza de un golpe.

—Vamos por el explosivo, y luego a hacer historia.

Era una perfecta estupidez. No sólo arriesgaban el pellejo (de hecho, él no estaba contando con salir vivo de esa), sino que además, los iban a perseguir los Llaves Blancas hasta el infierno mismo para ajustarles cuentas, y con razón. En medio de la guerra callejera que se había armado por lo de Chocontá, nadie iba a notar lo de Margarita y sus consecuencias, todo parecería ser parte de un mismo evento, y cuando las Pacificadoras pusieran de nuevo la ciudad en cintura, nadie sabría nada de las Llaves Blancas, se habría perdido el enlace con los Aguafuerte, y de paso, los traficantes de órganos le estarían pasando a la organización una cuenta de cobro grande por el fiasco.

Pero al otro le gustaba la acción, lo suyo era volarlo todo, sin pensar. Y él nunca le decía que no.

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