martes, 23 de mayo de 2006

Ilse Come Corazones - Relatos de Vampiros

ILSE COME CORAZONES
Liliana Guzmán

La camioneta destartalada de Chucho comía kilómetros como un insecto agonizante, en ese delgado límite entre los carros, las casas, las becas, y el acertijo de árboles de la Sabana. Al subir el puente que delimita los galpones multifamiliares del fin de la ciudad, los cinco amigos en el interior de la camioneta daban oficialmente inicio a un sano fin de semana en el campo, en busca de un punto final para tres días de buena mala vida en fast forward —quemadura de cerebro y pulmones en primer grado—, por cuenta de la una carcajada química. Ilse asomó la cabeza por la ventanilla del copiloto para respirar, mientras el viento la cegaba de polvo, le acariciaba la cara blanca y despeinaba salvajemente su desvaído pelo rojo.

—¡Ilse, suba esa mierda! Le ordenó Chucho, mientras se tapaba la boca con la manga del saco. El río bajo el puente estaba muerto.

Ilse subió la ventanilla y, como en las caricaturas, su pelo quedó despeinado en la misma dirección de la fuerte corriente. Los tres enguayabados culposos del puesto de atrás se rieron de ella y Chucho, enternecido, quiso peinarla con sus dedos. Pero ella espantó su mano como un bicho molesto, porque esa mañana de sábado le fastidiaba que él, su novio de turno, la tocara. Ese día Chucho le daba asco. Y no era para menos, pues la noche anterior había conocido a un charming man destripador de besos, que la había dejado enferma de sexo, llena de culpa y de mordidas miserables entre toallas desechables y baldosas salpicadas de orines. Ilse no era una mujer apasionada. Tanto así, que su vida estaba llena de orgasmos malogrados, de ya casi–ya casi que nunca llegaban a explotar… Hasta esa noche. Por eso le fue tan difícil salir a escondidas del baño sin mirarse al espejo, y volver a tomar la misma mano, a reírse de los mismos chistes y mirar con la misma carita de mensa al mismo tipo aburrido con el que seguiría acostándose y yendo a cine durante los próximos meses.

Chucho notó el definitivo no de Ilse. Y ella notó que él lo había notado y trató de componer el entuerto, premiándole la frente con un beso fraternal que a él le supo a mierda. En el puesto de atrás nadie notó nada.

Ilse, sin embargo, parecía darse cuenta de todo. Vio al sol desperdigarse como oleaje naranja —entre islas de nubarrones negros y montañas— y abriéndose como un mar para que pasaran los borrones de camiones y carros, sobre una plataforma marina gris con rayas amarillas. Pudo escuchar con una nitidez de high-fi las conversaciones de los camioneros que los adelantaban en la carretera, debajo del ronroneo del motor. Hasta creyó oler la fetidez de un perro descompuesto que Chucho logró esquivar de milagro. A ella, sin embargo, no le pareció raro, porque a veces el guayabo voltea la piel hacia fuera y el mundo lo deja a uno acurrucado contra una pared, rogándole a las cosas que no lo toquen porque duele. Más que su exacerbada sensibilidad, le preocupaba seguir buscando entre la quietud de los árboles, entre el verde oscuro de los eucaliptos, esa cara que ni nombre tenía, porque lo que no tiene nombre no existe. Y ella quería matarlo, pero él, por esas cosas extrañas del corazón, no se dejaba.

* * *

El polvo se desenrolló como una alfombra frente a la finca prestada en la que los cinco enguayabados iban a pasar su fin de semana. Llegaron. Desempacaron sus mudas, escogieron camas, solitarias o compartidas, y se fueron a caminar por las colinas cercanas. Todos, menos Ilse, que no se sentía nada bien y pidió quedarse sola. Chucho entendió la indirecta, sin querer darse cuenta de que algo grave pasaba.

Ilse se acostó en el piso del baño, a ver si se le pasaba el malestar. Miró un largo rato el techo caído de moho, y vio entre la cal burbujeante la cara de su charming man destripador, el hombre que la había obligado a responder sí a las silenciosas preguntas de sus manos, hasta dejar que su boca conquistara lentamente su clítoris húmedo para lamerla con dulzura.

Ilse se agarró duro a la taza del baño y vomitó bilis, porque le daba vértigo pensar que ese pipí descapuchado era, insólitamente, la única cosa buena que le había pasado en mucho tiempo. Se enamoró como una estúpida, no a primera vista, sino a primer polvo en un baño orinado. Después de enjuagarse la boca en el lavamanos, se acordó de haberlo visto estudiarla desde una esquina oscura, y que un nylon jalado quién sabe de dónde había pescado en su estómago su sonrisa más imbécil. Se acordó también de que se puso tan roja, que fue al baño a echarse agua, con tan mala suerte que el de mujeres estaba ocupado y le tocó meterse al de hombres. Tocaron. Y ella abrió.

—Este es el de hombres, ¿verdad? Dijo él confundido.

—Sí... ya salgo... —. Él entró y ella, sin saber por qué, se quedó parada en la puerta, queriendo decirle muchas cosas, pero sólo siendo capaz de hacer una... Cerrar la puerta con seguro y quedarse adentro.

—¡Hey!, ¿qué le pasa pelada?

—Nada... que yo no me salgo de aquí hasta que usted no me de un beso... —dijo sin pensarlo demasiado. —Mire, se lo juro que yo no soy así... no sé qué me pasa. Déme un beso y ya lo dejo en paz, ¿sí?

—¿Le importa si orino primero? —sonrió, y sus dientes de animal brillaron con la luz tenue del baño.

* * *

Ilse pensó que con los ritos, con las pequeñas costumbres, se podría salvar de su memoria reciente y su malestar. Así que tomó un largo baño, dejando correr el agua por horas. Sin embargo, este remedio sólo empeoró las cosas, pues la pobre quedó tirada en el piso sucio de la ducha, desmayada, sin nadie en la casa o en el mundo que viniera a socorrerla. Y tuvo una pesadilla. Creyó recordar que mientras su destripador le había abierto una herida limpia en el pecho con una uña larga, le había sacado el corazón y se lo había comido con una ansiedad que la asustaba.

Cuando recuperó el conocimiento, Ilse salió de la ducha para examinarse exhaustivamente ante el espejo y comprobar que no había sufrido daño alguno —pensó que morir en un accidente casero era una manera miserable de irse de este mundo. Pero no vio nada. No había ninguna Ilse donde antes había un pelo rojo y unos ojos color miel. Se miró las manos de garras largas, se preocupó y, como siempre cuando estaba preocupada, se mordió el labio. Este quedó destajado al primer contacto con sus filosos colmillos recién estrenados. Del susto se le brotaron las venas de la frente y se las tocó. Esas gigantescas montañas azules la aterraron y quiso arrancarlas con sus afiladas uñas nuevas. Pero ante sus ojos, las brutales heridas desaparecieron sin dejar rastro. Su piel tenía libre albedrío y había decidido por ella nunca más dejarse maltratar. Ella, incrédula, intentó matarse, extendiendo sus largos brazos para saltar del techo de la casa. Pero después de dar varias volteretas en el aire, aterrizó de pie como un gato asustado. Intentó clavarse una estaca en el pecho, pero esto también fue inútil, puesto que carecía de un corazón para ser atravesado. Ya no había nada qué hacer. Era mejor tranquilizarse y explorar las ventajas de su nueva condición. Practicó varias horas sus saltos, despegando del suelo y viendo con alegría que podía casi flotar en el aire, que sus patadas traspasaban el concreto, y si Hollywood no se equivocaba, sus facultades físicas, además de ilimitadas, eran eternas. Así que esperó agazapada detrás de la puerta para saciar con sus tres desafortunados amigos y su pronto descorazonado novio, esas increíbles ganas de comer corazones frescos para el almuerzo.

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