jueves, 6 de julio de 2006

El Ermitaño - Relatos de locura

EL ERMITAÑO
Jesús Delgado

Místico y radical desde pequeño, al llegar a la juventud fue inscrito por su familia en la Milicia del Estado, pero la indisciplina frustró su carrera. Tampoco el seminario le sirvió de refugio.

Un día despejó un terraplén al borde de un abismo y empezó a construir un muro a su alrededor, sin puertas ni ventanas. Sólo un pequeño orificio, a la altura de sus ojos y con vista hacia el monasterio de las Reverendas Madrisas, al otro lado del precipicio, le permitía recibir los alimentos que le llevaba un peón de la familia. Otro orificio, en el piso, vertía hacia el despeñadero sus evacuaciones y las comidas que a veces rechazaba en penitencia.

Con el tiempo empezó a crecer la fama del santo ermitaño. Sus ojos encandelillaban desde la oscuridad y prohibió cualquier visita, excepto la del peón de la comida, que no debía dirigirle la palabra.

Entonces empezó a percibir al demonio, que con magníficas capas parecía flotar sobre el camino al convento de las Madrisas.

En un verano, inesperadamente, empezaron a morir las cabras del escaso rebaño de las monjas, no sin antes ejecutar toda suerte de contorsiones para finalmente morir con los ojos desorbitados en el charco de sus propios excrementos. A nadie se le ocurrió aislarlas de los niños de la escuela anexa, que fueron turnados para colaborar en la limpieza del corral.

Pero también ellos empezaron a morir. Afiebrados, alucinados y con ojos enrojecidos, veían a Satanás que los llamaba. De nada sirvieron los exorcismos del padre Anselmo, ni las plegarias a la Virgen del Peñón o las desinfecciones tardías del médico aldeano, que no lograba detectar el germen del mal.

Entonces alguien se acordó del santo ermitaño y todos decidieron rogarle que abandonara su retiro voluntario para derrotar con su virtud al Maligno que se llevaba a los niños del poblado. Cuando llegara la comisión médica de la lejana capital, podría ser tarde.

La gente perforó un boquete en el muro del ermitaño que, barbado y harapiento, con dos lanzallamas por ojos, salió tras el Maldito. Armado con la cruz metálica que le arrebató a un feligrés, emprendió camino a la montaña del frente. Mientras tanto, encabezados por el señor cura, los fieles oraban para que su paladín venciera.

Al día siguiente, el ermitaño apareció en el camino cargando una cabra degollada y un fardo con las cabezas de seis monjas Madrisas. "Era un dragón de siete cabezas —dijo—. Su guarida está en llamas". Con la misma mirada fosforescente, regresó al encierro.

Aterrados y en silencio, los campesinos le llevaron materiales para que restaurara el recinto circular —que sería su cárcel— y alimentos para el siguiente tiempo de duelo, en el que nadie se le acercaría.

Pero sorpresivamente, los niños dejaron de morir, así que quince días después, una comitiva de aldeanos subió a la montaña para interrogar al ermitaño. Fue imposible: el recinto, ahora, no tenía orificios.

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