martes, 30 de mayo de 2006

Liz Binaria, el Webmaster Inestable y la Inmortalidad en General - Relatos Cyberpunk

El siguiente cuento fue escrito por Alex Acevedo como continuación del relato El Mercado de Invierno, de William Gibson, publicado en su totalidad en nuestro Blog principal. También puede encontrarse en nuestro Blog un "deshuese" del relato de Gibson.



LIZ BINARIA, EL WEBMASTER INESTABLE Y LA INMORTALIDAD EN GENERAL
Alex Acevedo

Había pasado casi un mes esperándola ver aparecer de nuevo, lo que significa que un precioso mes de mi vida se había desmenuzado por la pura y simple angustia de lo que estaba por venir. Como si hubiera pasado esos extensos treinta días consagrado a escribir una historia llena de truculencias, quemando mis manos con cada palabra incandescente que iba ensamblando a punta de yunque y martillo, para al término de la espera y la fatiga borrar el archivo con un simple clic. Un mes, repasando y repisando cada segundo en su lento transcurrir, mientras elevaba un ostentoso fuerte alrededor de mí, bloque a bloque, para luego, al cabo del calendario, echarlo abajo con certero pastorejo y quedarme mirando sólo una enorme nube de polvo.

Así, los días que pasaron entre la última vez que la vi de verdad en “El Seto” —sus manos pequeñas bajo una nubosa luz púrpura— y el momento en que sonó su nueva voz por el auricular, desaparecieron de mis registros con la misma higiene con que uno mueve hacia abajo el mecanismo de desagüe de un inodoro. Trataba de pegarme al mundo, es cierto, trataba de concentrarme en la edición de “Las Manos de Orlac”, un remake que soñaba un tipo gris, un calvo medio neurótico que algunos consideraban genial y otros sólo un oportunista preciso. Trataba también de suspender la espera con unos mililitros de algo candente bajando por mi esófago, noche tras noche, pero el furibundo magnetismo de volver a escucharla me postraba. Y pensé que el tiempo era circular, que retornaba por fin a otra edad en que me paralizaba de miedo la posibilidad de recibir la llamada de una mujer a la que ansiaba con circunvoluciones delirantes. El teléfono —ese aparato negro, enorme, con un disco y diez números— me mantenía girando a su alrededor al estilo que adoraban las masas planetarias más grandes con unas tristes manotadas de polvo.

—Se siente bien estar aquí— fueron sus primeras palabras, y en su voz noté el esfuerzo que hacía por parecer la misma, como si estuviera imitando su propia voz, la que emitían sus cuerdas vocales antes, cuando todavía estaba viva.

Y para mí era un alivio, había terminado la insoportable densidad de la espera, se había evaporado la terrible masa gris en que flotaba y en la que un simple parpadeo me costaba un dolor de mil agujas lentas y certeras. Esa noche acababa de entrar al apartamento, y ya iba atravesando el corredor rumbo a la habitación, cuando timbró el teléfono y toda la piel se me erizó ante la certeza de que era Liz; por fin. ¡Por fin! La espera había terminado. La angustia del tiempo inmóvil había explotado de repente en cientos de esquirlas, miles de chispas.

Su voz escapó del auricular para inundar en torrente todo el sistema cuadrafónico del apartamento; una inundación que corre a toda prisa por campos y pueblos dejando sólo fango y silencio, cadáveres flotando.

—A veces siento frío y dolor de oído— continuó ella con un dejo de nostalgia mal encubierta —. Raro, ¿verdad?

Yo suponía que Liz estaba proyectando alguna imagen suya sobre las paredes de la sala, a lo mejor sobre el vidrio panorámico del balcón, pero me negaba a levantar los ojos para buscarla. Y mientras sonaba la estática por un silencio que había florecido de repente, yo luchaba cuerpo a cuerpo contra las objeciones, amordazaba mi mente, le hacía una de esas llaves de judo que postran y no permiten que el contrincante respire. Tras una tos quizás fingida, me repitió que se sentía muy bien, que no extrañaba su cuerpo ni las cosas sólidas, y aunque las sensaciones táctiles le resultaban arrolladoras y los colores mucho más decisivos, lo demás era casi lo mismo de antes. Yo sudaba, una punzada tibia me tenía vibrando la columna vertebral, y me decía tratando de creerlo: “Ya no es igual. Liz ya no es igual. Atreverme a seguir con ella ahora equivale a matar millones y millones de las escasas neuronas que me quedan. No puedo, no debo, no puedo, no vale la pena. No puedo darme el lujo de mantenerla en la red. Sé que me necesita, sé que sin mi ayuda tarde o temprano va a agotar su crédito y la van a borrar, pero no puedo, no puedo aceptar ese sacrificio. Va más allá de mis fuerzas. Y además no es igual, ya no es lo mismo”.

Es cierto que había otros editores, con seguridad mucho más talentosos que yo, pero los dos habíamos llegado a la certeza de una irrompible ligazón siamesa. Bueno, es una forma enrevesada de llamar al éxito, al éxito monetario, porque lo que de verdad generamos con nuestra comunión no fue “el amor de la vida” o cualquiera de esos sofismas vaporosos que enciende a veces el contacto visceral de una mujer con un hombre, sino plata, mucha plata, un montón increíble de dinero para mucha gente. Por eso también mi miedo, mi reticencia, mi silencio durante esa primera llamada que me hizo desde el espejo Omega. Puesto que el éxito contante y sonante se había producido al entrar en contacto dos cuerpos y dos mentes, y ahora en cambio…

Cuando colgó, fui hasta la cocina y esculqué la estantería en busca de un enorme cilindro de wizz que había reservado para este momento. Abrí las ventanas de la sala de par en par y un viento helado irrumpió por toda la estancia. Me acosté en el piso y, con las manos todavía gelatinosas, me acerqué la válvula del cilindro a la boca. No recuerdo nada más. Liz me había vuelto a llamar. Existía, todavía, aunque de un modo distinto, y si había logrado sobrevivir a ella cuando empezamos a trabajar juntos, cuando todavía estaba viva, ahora era ciento por ciento seguro que las cosas serían distintas.


*-*

—Creo que no— le dije mascando cada palabra entre los dientes, como un chicle ya sin sabor, y dejé los trodos sobre la mesa, derrotado. —No puedo. Es eso. Es solamente eso. Así de simple. Lo he estado pensando todos estos días, desde que me llamaste, y prefiero que no. Mi cabeza no aguanta. No va a poder aguantar.

Liz no lo esperaba; la noticia le fluyó encima como un gigantesco chorro de agua fresca del Ártico. Vaciló buscando un buen comienzo para el contraataque, y luego llovió sobre mí su artillería más pesada:

—Sólo porque por primera vez, por esta única vez en tu vida, vas a sentir cosas reales. Sólo porque después de haber desperdiciado tu vida entera en tratos imperfectos con cuerpos para ganar sólo fluidos pegachentos y nostalgia… Ahora te cagas del susto. Me emputa, me emputa mucho esta actitud tuya, ahora. Y no es tanto por mí, sino sobre todo por ti, por lo que estás a punto de perder. Ya sé que también yo lo necesito. Es que no puedo negar que…”

Miré los trodos al alcance de mi mano: el portón inmenso del cielo al alcance de mis dedos. Repetí para mí que no era justo, que estaba claramente en desventaja contra Liz, que llevaba todas las de perder.

—Sí, sí, no digo que no tienes razón, pero también hay más editores—, y le di la espalda. —El mundo está lleno de editores, editores para los que sería el sueño de su vida trabajar contigo. Yo…

En ese momento apareció la cara arrugada del Webmaster sobre el muro de la sala para informar: “En tres segundos el espejo Índigo entrará en hibernación. Si quiere seguir a la espera, pulse ahora “Enter”. Si quiere saltar al espejo Nova, teclee “Alt F9”. Si quiere cancelar definitivamente la cópula, pulse “Refrescar”.

Sobre el techo se iluminó el abdomen desnudo de Liz, en baja resolución, y no dijo nada más, como si el hecho de mostrarse en 24 bits diera a entender que estaba súper emputada, pero no iba a ceder. Ya le conocía esas audacias, ese modo de no cejar hasta conseguir lo que se había propuesto. Quizás llegara al extremo de utilizar al Webmaster para que él mismo me extorsionara diciéndome que los 832 Gigas que ocupaba Liz estaban a punto de ser formateados si no cancelaba en el lapso de una semana la suma vencida.


*-*

“¿Qué significa no tener cuerpo?”, pensé. “¿Qué significa llevar a un laboratorio en la red esa invención de tantos filósofos y teólogos que se rompieron la cabeza hace tantos años maquinando la distinción entre materia y alma, entre apariencia y realidad, entre cuerpo y mente?”.

Después de que se interrumpió la cópula con Liz esa noche, duré hasta la madrugada imaginando mil cosas, el resumen de la historia de la filosofía y la teología. “¿Qué significa no tener cuerpo? ¿Significa algo? ¿Significa incluso algo más para una mujer que para un hombre?”. Y pensé en la felicidad que representaría para Liz prescindir de ese maremagnum de células que hacían de sus días un fastidio. Su sangre cada mes. La dificultad de su intestino para procesar los alimentos. Su rostro con ojeras frente al espejo. La congestión de su nariz cuando se resfriaba. El ingobernable dolor de cabeza que le sobrevenía después de las largas jornadas en que yo editaba sus sueños. También adiviné en Liz un cambio radical, como si con su nueva existencia en la red hubiera tenido que reacomodar todo lo que le habían inculcado acerca de la reproducción. Ahora era absolutamente estéril. Se había desvanecido para siempre la ilusión de poder generar otra vida.

¿Significa algo realmente, significa algo el placer del cuerpo cuando ya no hay, cuando ya solamente te reduces a un montón de ceros y unos que se apertrechan en un servidor que no ocupa ningún lugar en el espacio físico?

Un amigo me había contado una vez la anécdota de un gourmet de café que había sufrido una enfermedad degenerativa del gusto, y un buen día, tratando de seguir viviendo de su profesión, después de que era capaz de distinguir un café orgánico Sierra Nevada de un café común Sierra Nevada, había pasado por la pena de dictaminar un excelente grano de Vietnam cuando le habían dado a probar un té. El gourmet había sospechado la trampa, pero su memoria se encontraba en ceros, y había decidido en esa ocasión acabar con su carrera, defenestrarse de esa buena vez en la verdad de que carecer del sentido del gusto significaba tener la memoria vacía. ¿Y Liz? ¿La memoria de Liz? ¿Sería lo mismo?

Liz decía que vivía como Gregorio Samsa cuando era un escarabajo, es decir que su cuerpo era una mierda porque necesitaba ese exoesqueleto para poder perdurar, y que yo podía liberarla de ese tormento con sólo quererlo. Me habló de la pesadilla de su infancia rodeada de niños sonrosados y sudorosos que no necesitaban del caparazón para mantener el ritmo cardíaco constante. Los veía deslizarse felices por un trozo de lámina de metal, mientras ella permanecía parada detrás de un árbol, escondida para que los demás no le preguntaran a sus padres, para que no la invitaran. “¿Por qué esa niña tiene eso en la espalda? ¿Quieres columpiarte con nosotros? ¿Por que no puede ella columpiarse con eso en la espalda? ¿Vienes a saltar la cuerda? ¿Por qué se ve triste?”. Y me habló también de su adolescencia, de cuando unos tipos se hicieron un caparazón de cartón y le propusieron ir esa noche a “El Seto”, ahogados de risa, diciendo que era carnaval, muertos de risa, diciendo que también había oportunidades para los insectos, cagados de la puta risa.

Liz tenía la certeza de que si yo editaba sus sueños, íbamos a crear una obra que se vendería como la Coca Cola o los preservativos, y que con esa plata ella pagaría un espacio donde durar dignamente y yo me convertiría en un genio inalcanzable, todos los sueños puestos mi disposición, los del simple inyector con sus turnos de catorce horas diarias y los del magnate que vivía en Ganímedes. Nunca mencionaba mis costos, lo que yo iba a tener que pagar. Me limitaba a inhalar wizz día y noche, pero ya desde entonces sabía, mientras decidía si podía o no, si debía o no, que trabajar juntos, editar sus sueños, sería sólo la cuota inicial de mi ruina definitiva. Aunque desde entonces, también, se me llenaba la garganta de saliva por la curiosidad, por experimentar lo que sería, lo que sentiría yo al entrar en contacto íntimo y radical con alguien tan extraño, con una mujer que decía que vivía como Gregorio Samsa.

—Imagina —decía ella antes de mi decisión, clavándome su mirada como quien ensarta un tenedor en un pedazo tierno de lomo recién asado— que en lugar de exoesqueleto, tengo sólo un tumor, digamos un tumor benigno que me permite ver las cosas de otro modo. Imagina que es una sensibilidad especial, no una cubierta de resina superexpándex llena de cables. Digamos un órgano adicional, un órgano que no tienen los demás y que me deja percibir realidades que los demás no ven. Imagina mis sueños. Imagina que puedes manipular mis sueños, convertir lo que siento y lo que pienso en fajos y más fajos de billetes. Imagina que ese órgano me permite entender la estruendosa tragedia que ocurre cuando una hoja seca se desprende de un árbol, o cuando una mosca con su visión de panorámica excepcional se estrella contra un vidrio tramposo, o cuando una simple mota de polvo es removida de su hogar en la superficie de una cornisa. Imagina que conoces todos mis secretos, y me puedes beber y degustar y pasear y desarmar y deglutir y asimilar y reconstruir y volver a vivir a partir de mí. Imagina....

Y cuando por fin habíamos llegado al borde del abismo, cuando nuestra obra se exhibía en todas las vitrinas como “El sueño de la temporada. Inolvidable. Demoledor. El culmen de la delicia”, y el reguero de ceros de su crédito le había permitido instalarse desnuda, sin el caparazón y sus extremidades, a todo confort en un servidor prohibitivo, esa noche, justamente esa noche, cuando yo podía saciar por fin mi curiosidad, había optado por oprimir “Refrescar” con estos dedos que no paran de temblar.


*-*

El Webmaster me advierte que estoy secuenciando mal el código de acceso a Liz. No entiendo a qué se refiere. Veo los trodos sobre la mesa y mi mente hace contorsiones que desgarran en su afán por conseguir que estas putas manos acaten la orden de apresar de nuevo esos conectores de aluminio como si fueran el flotador que necesita un tipo que se ahoga. Pero no puedo. Mis manos están muertas. Son apenas la extensión superflua de un aparato oxidado que no recuerda para qué sirve. El Webmaster anuncia que hay inestabilidad en la red y me ordena “Reintentar”. ¿Qué es “Reintentar”? ¿Volver a empezar desde cero? ¿Hacer como si uno no conociera a alguien, hacer como si esa persona en la cual uno depositó toda su confianza y todas sus ilusiones fuera una simple extraña a quien hay que saludar “mucho gusto”, o “qué bueno verte”? Los trodos prometen algo que no alcanzo a descifrar. Estoy tendido sobre un piso de latón como si hubiera agotado toda mi reserva de wizz de una sola inhalación. Trato de orientarme. Recordar dónde estoy, cómo llegué aquí, por qué me cuesta tanto producir una idea de movimiento, por qué mi cuerpo abomina la obediencia. Hay unos trodos justo encima de la mesa. Brillan. Relucen como si fueran una llave que abre los portones de la eternidad, la inmortalidad, y ¿qué es la inmortalidad? ¿”Reintentar”?

Ahora el Webmaster anuncia que se ha generado otra ola de inestabilidad en la red, y que Liz continúa esperando mi respuesta. ¿Cuál? ¿Cuál, si casi no puedo respirar, si estoy con los ojos cerrados y aún así sigo viendo unos trodos que me llaman y me prometen una secuencia que no sé a dónde me va a llevar? ¿Más placer? ¿Puedo acaso albergar más placer? ¿No estoy ya ahíto de placer? Me parece como si estuviera tan lleno ahora, tan absurdamente repleto, que ni siquiera me creo capaz de permitir la entrada del poco aire que me reclaman los almohadones que tengo en el pecho. ¿El pecho? No siento mi carne, no puedo tener pecho, ni pulmones, no necesito respirar.

El Webmaster repite que va en ascenso la cresta de inestabilidad en la red, y le ordena a Liz que deje de enviar código fatal, o será cerrado de inmediato su puerto. ¿No es acaso placer, el placer más prístino lo que intenta transmitirme Liz? ¿Un chorro veloz de números húmedos que no cabe ya dentro de mí y se empieza a esparcir quizás por todos los corredores de la red? ¿Como un volcán, o una arteria rota, o un simple gemido huérfano?

Consigo por fin despegar los párpados durante un breve instante, apenas lo necesario para distinguir sobre la pared la locura del Webmaster pinchando y pinchando transacciones en un intento desesperado por desconectar a Liz, por frenar el crecimiento exponencial del placer, o de lo que yo en mi desolación identifico con el placer. Y vuelvo a quedar exhausto, ciego, congelado en mi miseria.

Una alerta de seguridad notifica que el espejo Índigo acaba de colapsar dejando sin servicio por lo menos a trescientos millones de usuarios. La furia del Webmaster se desborda. Por medio de un vozarrón 5.1 intravenoso me informa que tramitará un serpentín para acusarme de “Saboteo en la red con dolo y perjurio”; que me olvide de mi carrera, mi crédito y mis visas en la red. “¡Es Liz! ¡Es Liz!”, quisiera defenderme ante el Webmaster, pero las palabras se me desperdigan en alguna parte del cerebro apenas las concibo, y de mi boca no sale nada distinto que un delgado hilo de baba caliente, amarga.

Un corrientazo fulminante me hace saltar sobre el piso, y pierdo la conciencia. Cuando recupero el ritmo espontáneo de mis latidos, tengo frente a mí el rostro inexpresivo de Liz. Estamos en “El Seto”. Tengo un vaso vacío en la mano. Bajo una débil luz púrpura, el barman limpia la barra con una mano cansada y un trapo percudido. Debemos estar bordeando la hora de cierre. Ella dice que todo va a salir bien, que nos veremos en un mes o menos, y entonces va a permitirme manipular sus sueños más raros, la pura materia prima de sus sueños. Voy a llegar hasta donde ningún editor ha podido ni siquiera acercarse. Dice que me va a dejar sólo para mí un sueño ya lejano en que ella descifra con escalpelo un jeroglífico oculto en algún recoveco de la red, cerca de las peludas axilas del Webmaster.

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