martes, 23 de mayo de 2006

El Conde - Relatos de Vampiros

EL CONDE
Alejandra

El conde no llegaba. Media hora antes estaba nerviosa y expectante, ahora tenía rabia. Me había llamado en la mañana, como si nada, como si hubiésemos dejado de vernos ayer. Con su tranquilidad característica me citó, nueve en punto, artificios temporales en medio de saltos milenarios.

Tras años de no hacer nada, de vivir la angustia pasiva de la inutilidad oficinesca, de la burocracia cirquera, la reaparición del conde significaba el alivio de la reactivación. El conde inmortal, alto, de mirada profunda, tupidas cejas y risa de niño, aparecía de nuevo exigiéndome acciones bellamente innobles. Cansada de la mediocridad diaria, incapaz de decirle no a la rutina de la adrenalina, a la servidumbre del horror, cumplí la cita.

No lo amaba, o lo amaba con cuidado, con pinzas, con un bisturí abriendo lentamente su corazón, mirando en sus ojos el miedo al sufrimiento metafísico. Hacía mucho de nuestra época de drogas, sexo y rock n’ roll, de cuando me parecía un héroe romántico. Ahora lo veía como un cobarde incompleto que no lograba llenar su abismo con la muerte, la tortura y el dolor de los demás. Entonces, ¿por qué lo esperaba?

Fiel a su costumbre, llegó tarde. Había sido detenido por la policía por exceso de velocidad. Encima, había debido despojarse de un grueso manojo de billetes para eliminar del ambiente el fuerte aliento que surgía indiscreto de sus alcoholizadas entrañas. Eso significaba que se encontraba en su estado más lúcido, le brillaban los ojos y el pulso era firme, cada movimiento seguro, como una máquina.

Las calles nos esperaban, atiborradas de víctimas. Se le había repetido hasta el cansancio que éstos no eran tiempos para ir de cacería, que había que ser más cauto, no dar boleta. Pero a él le encantaba la vieja usanza. Le decían que era lento, que sus argumentos no guardaban coherencia. A él le bastaban sus dientes por todo argumento. Había que verlo cuando describía la acción que estaba a punto de emprender, se transformaba, sus palabras encantaban y nadie podía decirle no.

Y ahí estaba yo, secundándole su imprudencia, metiéndome en camisa de once varas sólo por sentir un poco de vida, sólo por la promesa de la sangre tibia como trofeo ganado a pulso. Los demás se conformaban con beber en finas copas, pero él era un psicópata asesino, y yo nunca le dije no. Me gustaba su pureza asesina. Había otros, peores, que gozaban de la muerte pero se negaban a hacerlo, preferían estar a salvo en sus ataúdes mientras criticaban el “anarquismo” del conde. Él era primigenio, incapaz de sostener una discusión, pero nunca conocí a otro que matara como él, con tal fiereza, con una brutalidad que rayaba la torpeza, con un goce animal limpio.

Nuevamente en la acción, se lanzó sobre una vieja despistada que llevaba leche para su casa. Su frenesí me llevaba al éxtasis. Pero tuve que correr en cuanto apareció la policía. Hace mucho que no se puede cazar en santa paz.

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