martes, 23 de mayo de 2006

Tras las Huellas de Porfirio - Relatos de Vampiros

TRAS LAS HUELLAS DE PORFIRIO
Andrés Felipe Escovar

Los tabloides suelen omitir los nombres de quienes escriben sus escandalosas crónicas, urdiéndose así una ironía siniestra de aquel sueño de la erudición, consistente en la omisión de cualquier referencia personal en el mundo de la literatura fantástica; el escritor de dichas crónicas en exceso prosaicas, ni siquiera puede alardear de su invisibilidad y deja inquietud por su hipotética ubicuidad. Tal circunstancia me brinda comodidad para parafrasear una historia que hace pocos días encontré, sin caer en el peligro que la erudición limpia y sin embargo la legalidad asume: El Plagio. Los hechos los encontré en una publicación de la cual podría extraerse una antología de relatos, en donde si son ficcionados o traídos de hechos que denominamos reales, no pasa de ser una inquietud vacua ; se afirma que el desarrollo de los mismo abarcan el comienzo del siglo veinte, con la coincidencia nefasta que habrían de ser publicados en un diario de amplia circulación el diez de abril de 1948, sin que se hubiera logrado tal cometido porque el día anterior Bogotá se entregó a las llamas, teniendo un colapso de las proporciones de Troya aunque con un caballo inasible, de fuego.

Durante los primeros días de aquel abril, la comunidad del barrio Egipto, se estaba consternada por la desaparición del Joven Porfirio Benavides lugareño del sector, luego de la misteriosa muerte de su padre y madre en menos de veinticuatro horas. La sospecha de la mayoría fue que el joven había corrido con la misma suerte de sus padres, culminando así una cadena de venganza, con el agravante que nadie tenía noticia de algún enemigo que se hicieran los Benavides.

Porfirio era hijo de un sastre, quien a su vez descendía de Venancio Benavides, veterano soldado del ejército conservador durante la guerra de los mil días, al cual ingresó más que por convicción política, por fervor religioso. Durante los sermones del sacerdote Ezequiel Moreno, se había convencido que asesinar liberales era una excepción a la regla señalada por el Señor en el monte Sinaí de no matar; así fue como empuñó su puñal y se enlistó, recibiendo un arma de fuego. Participó en unas cuantas batallas, porque la mayoría de veces se dedicaba al saqueo y registro de casas de propiedad de militantes liberales, obedeciendo las órdenes del temido Aristides Fernández.

Juan evitó cuanto pudo cualquier tarea que le implicara abusar de una mujer o asesinar a un hombre, sorprendido en su parcela por el ejército embebido en la ira ciega que le era impuesta por órdenes de los comandantes. Sin embargo, y más exactamente, el día 824 de dicha guerra, Venancio tuvo una experiencia que si bien no le cambió la vida a él, sí a su descendencia. Una mañana, arribaron a una Hacienda, en donde pernoctaban una mujer con sus dos pequeños de siete y cuatro años aproximadamente; al confesar la señora que su marido había partido a enfilarse en las divisiones liberales, fue presa de un empalamiento no sin antes haber sido accedida y violentada por unos quince soldados. Antes de partir, al comandante de Venancio se le ocurrió obligar al menor de las criaturas, que debía matar a su hermano, porque de lo contrario, ambos morirían; el pequeño no fue capaz de hacer lo ordenado y el superior de Venancio le ordenó que le disparara, él ejecutó la orden, a sabiendas que de no hacerlo su suerte no sería distinta a la mujer que aún gritaba mientras el palo le oprimía sus entrañas.

Apuntándole al niño mayor, cuyo rostro semejaba una inmensa lluvia de lágrimas con un par de ojos, éste le dijo que sus descendientes habrían de pagar lo que él había hecho con su propia sangre. Venancio, colmado de furia y recordando las frases del reverendo Ezequiel Moreno descargó un balazo que desapareció aquella tormenta de lágrimas.

Venancio retornó de la guerra con un mutismo incorruptible hasta el final de sus días, lo cual transformó la apatía que su prima Teresa sentía ante sus incansables cortejos, en una entrega irresistible a ese hermetismo que ni ella misma logró conjurar pese a tantos años de vida marital. Tiempo después, Venancio le contaría a su hijo que la debilidad de la debilidad de los hombres de su familia eran las mujeres de la misma, al enterarse que su retoño él se habría de desposarse con su prima Fernanda, matrimonio del cual brotaron Angélica y Porfirio.

Juan nunca sospechó que aquél nietecito con el que solía salir en las noches al parque central de la inmensa casa a la que se hizo a fuerza de su labor como sastre, resguardaba el final de su corta estirpe.

Porfirio era pálido y constantes ataques de dolor abdominal lo aquejaron desde que se desplegó en él el recuerdo —ése— temible castigo infringido a los hombres. La luz del sol le golpeaba las retinas de tal manera que no podía divisar las tardes que franqueaban las montañas, ni asomarse a las ventanas y mucho menos, caminar una mañana casi milagrosa en la que el cielo se despojara de su tul grisáceo; fue así como ni por enterado se dio, que los pequeños de su edad, mientras él se encerraba a oscuras en su cuarto, con las cortinas cerradas y por fuerza del aburrimiento dormía, gastaban sus días en memorables y sencillos juegos. En mitad de sus sueños diurnos, el intenso dolor en el vientre lo doblaba, antecedido por una sed incontrolable que lo despertaba, conduciéndolo a emitir gemidos que hacían que Teresa viniera a abrazarlo y a dispensarle la sangre cocida de vaca que el médico le había autorizado podía dispensarle, si ese era el deseo de su hijo. Las visitas semanales del doctor para hacerle las transfusiones que le permitieran vivir, fueron los únicos momentos que Porfirio tenía de contacto con alguien distinto a su familia.

En las noches, mientras los demás dormían, Porfirio se hundía hasta que la aurora lo sorprendía, en lecturas de Byron y Coleridge, cuyos viejos volúmenes su padre había recibido como regalo de un viejo amigo residenciado en Buenos aires. Porfirio aprendió a leer gracias a su abuelo Venancio, entregaba con paciencia su insomnio a la enseñanza del abecedario que con gran dificultad había logrado retener luego de la guerra.

En una de esas noches, le contó a su nieto lo que aquél niño al que había despojado de su rostro con un disparo le había sentenciado su progenie, y detallándole la maldición, le pidió perdón porque no dudaba que ella se hizo efectiva en el padecimiento de su nieto.

A medida que Porfirio crecía, la intensidad de los ataques que el dolor infringía en su estómago también lo hacía; ya no se mitigaban con la sangre vacuna cocinada y a fuerza de la desesperación decidió no volver a gritar, sino levantarse y sacar el frasco de sangre cruda de la cocina y beberla silenciosamente, percatándose que no se filtrara por la comisura de sus delgados labios. Cuando Fernanda se enteró no tuvo más remedio que aceptarlo; no soportaba ver a su hijo atravesar por ese camino cruel de un dolor sin causa.

Al comenzarse a cubrir su rostro de incipientes bellos, Porfirio tomó el hábito de salir en la noches y deambular en el frío abrasador de la ciudad, internándose en casas de lenocinio. Fue en una de tales ocasiones cuando trabó amistad con Marcos, un diminuto y moreno hombre que ocupaba sus días en perpetrar robos de poca monta. Durante esas noches colmadas de alcohol y risas, Porfirio vio en los ojos oscuros de Marcos una luminosidad que jamás encontró con alguna de las meretrices que tanto habían consumido sus desvaríos en aquellas noches gélidas.

Porfirio no dejaba de pensar en su amigo, de sentirlo en los más recónditos parajes de sus descansos diurnos ; le atormentaba tanto no podérselo decir, la seguridad de un no, que decidió encerrarse de nuevo y hundirse una vez más en Coleridge y Byron, con el agravante de consumirse en Stevenson, lo cual le llenó sus sueños de costas y soles radiantes en compañía de Marcos, incrementando su desazón en aquellas noches mucho más solitarias que las de su niñez .En los descansos de lectura incansable, de cartas de amor sin destinatario, de amor puro porque el nombre de Marcos le resultaba irrevelable en sus letras, bajaba a la cocina y bebía la sangre hasta saciarse.

Porfirio nunca habría de olvidar aquella noche. Mientras, con cuidado y los ojos cerrados para crispar sus papilas, bebía la sangre vacuna, escuchó extraños ruidos provenientes del cuarto de su abuelo. Subió corriendo y lo encontró tirado en el suelo, sin pulso, rodeado de una estela de sangre ocasionada por un golpe con la lámpara que solía usar el anciano en las noches y que no estaba en ningún lugar de la recámara. La ventana estaba abierta y asomándose, sacando la mitad de su cuerpo, logró divisar en la lejana línea de la noche una figura diminuta con el contoneo propio del hombre por el que tantas cartas habían escrito. Un escalofrío circuló por sus articulaciones, volteó la mirada hacia el cuerpo de Venancio y sin explicación alguna, se lanzó sobre la sangre que circundaba a su abuelo, sintiendo una dulzura que calmó el constante cólico que jamás le había dispensado la sangre que bebió hasta aquél momento.

Volvió a salir en las noches. Deseaba encontrar a Marcos, decirle que había asesinado a su abuelo y por lo tanto, vengaría su muerte aunque lo amara.

Entre tantos intentos fallidos en distintos lupanares, se dedicaba a sacar a alguna jovencita y en distintos hoteles les hacía diminutas heridas con el puñal que su abuelo enfundó para la guerra y les chupaba los dedos hasta dejarlas pálidas y gélidas. La sangre de vaca ya no surtía efecto alguno.

Finalmente encontró a Marcos, con la cabeza tirada en la barra de un cafetín llamado Europa. Le pasó el brazo por encima y lo convidó a que fueran a otro lugar. Sin que su amado se diera cuenta, terminó en una habitación maltrecha con aquél sujeto pálido que tan simpático le parecía. El momento había llegado: Porfirio lo tenía su merced; le bastó con sacar la diminuta botella de veneno, guardada sigilosamente en uno de los bolsillos de su abrigo negro y verter su contenido en la copa de vino que le dispensó a Marcos, para consumar su empresa, la cual sólo hubiera tenido un final feliz, si luego de que él bebió la sangre de aquél cuerpo yerto le hubiera tendido el manto de la eternidad sobre sus ojos. Porfirio tomó la barba de su gran amor, le hizo una pequeña incisión y una tibieza pasó por su garganta, se apoderó de su maltrecho estómago y ascendió a sus mejillas; una felicidad jamás sentida se apoderó de sus entrañas y pensamientos, era tan grande la sensación, que sólo tiempo después cayó en cuenta de preguntarse por qué no había muerto.

No tuvo más remedio que caminar noche tras noche; beber indistintas sangres de mujeres de lupanar para rasguñar la calma que le habían brindado, aunque el dolor en el vientre crecía y el líquido escarlata dispensado por cuanta ramera ligaba, no ocasionaba más que un acrecentamiento en su padecer.

Resignado y dolorido, retornó a sus libros, a las relecturas de aquellas cartas con un destinatario desaparecido por sus propias manos y a la incapacidad de componer algún soneto porque la idea se había marchado con el veneno. Porfirio encontraba que ya no había otra forma de conjurar su dolor y sin embargo, en medio de uno de aquellos golpes en su vientre se le vino a la cabeza el sabor que sólo en dos ocasiones había sentido; la sangre que lo reconfortaba era precisamente la de ellos, la de esos dos seres que de alguna forma había amado y como un relámpago, el remedio a su dolor se le reveló: Beber la sangre de su familia.

Optó, por el sacrificio, por entregarse a esos súbitos golpes que lo hacía gritar mudamente hasta morir, pero fue infructuoso, la sospecha de su eternidad se le confirmaba ; había dejado de comer y de beber ; si bien obedecía y asentía al médico ya canoso y fláccido por los años, apenas se iba, no volvía a hacer nada de lo instruido.

El dolor se hacía más insoportable, salía a cuanto lupanar encontraba y raptaba a cualquier muchacha hasta beberle toda su sangre después de envenenada, sin que su dolor mitigara en lo más mínimo. Nunca fue objeto de persecución legal aunque fuera denunciado muchas veces; unas cuantas prostitutas y un ladrón de poca monta no eran un objetivo importante para las autoridades, muy por el contrario, Porfirio fungía como una suerte de colaborador sin rostro, con licencia para perpetrare con desenfado muchas de las cosas que ellos no estaban permitidas por la ley.

Así fue como se hizo enemigo de toda la gleba de las noches: Pronto no pudo entrar a los prostíbulos; y fue blanco de ataques mortales. En una ocasión de intenso dolor, en la que caminaba por las estrechas calles cercanas a la catedral primada, fue víctima de cinco puñaladas vertidas sobre su pecho, cuello y piernas, sin que hubiese muerto. Tal hecho que se convirtió en un pretexto para que Fernanda y su padre se entregaran más a las misas y los sermones en señal de agradecimiento porque la providencia había salvado a su hijo, fue la confirmación de algo que ya sospechaba: Era inmortal, un inmortal sometido a un insoportable dolor.

No tuvo otra alternativa que la de beber un poco de la sangre de sus padres porque Angélica ya había partido a Cartagena con un marino Holandés, quien en una de sus licencias viajó hasta el interior y la conoció por intermedio de un cadete de la armada Colombiana, amigo de su hermana y primer amor.

Con su padre la tarea era simple; lo recogería una noche de día laboral en el local donde tenía la sastrería. Su padre se sorprendió al verlo, pero el hijo se sobresaltó más al ver que aquel lugar mágico donde las telas se transformaban en vestidos, era similar a cualquier establecimiento comercial. Al ingresar, tomó una aguja, y le pidió a su padre cómo se podía confeccionar un traje, cuando éste se acercó, Porfirio furtivamente, le pinchó el índice y sin mediar palabra, se lanzó sobre el dedo lastimado, saboreando poco menos que una gota, lo cual fue suficiente para que en su garganta pasara una leve brisa tibia, inmediata y violentamente su padre retiró su dedo, exigiéndole una explicación.

Porfirio tenía las pupilas dilatadas, no escuchaba más que un murmullo inarticulado, no pudo detenerse y aprovechando que el taller estaba sólo, se abalanzó sobre él, apretándole el cuello hasta asfixiarlo ; luego, sacando el puñal de Venancio, hizo una pequeña incisión en el cuello , y así calmó su dolor abdominal. En medio de la placidez del sabor de aquella hemorragia, se dio cuenta que su padre se estaba secando. Guardó el cuerpo de su padre en la bodega, envolviéndolo en unos paños ingleses y sin dando tumbos como un embriagado, arribó a su casa.
A Fernanda, no le importó despertar a su hijo en plana mañana. Llorando le comunicó que su padre había desaparecido; Porfirio simuló perplejidad y le expresó que si era necesario él se expondría a la luz de aquél gris sol de Abril, a lo que su madre se negó puesto que no quería otro problema familiar y tal empresa sólo hubiera sido un atentado contra la salud de su hijo. De manera que ella partió al primer lugar donde podía tener alguna noticia de su esposo: La sastrería.

Cuando divisó a los tres empleados, parados frente a la puerta cerrada del local, murmurando entre ellos con el extrañamiento porque su patrón no llegaba, Fernanda comprendió con amargura que lo único que restaba era confirmar la desgracia; les preguntó por él sin que nadie le diera razón.

Porfirio despertó bien entrada la noche y con pesadez y un dolor que como la lanza clavada en Cristo, le apabullaba su vientre, se dirigió a la recámara del otrora matrimonio Benavides. Fernanda estaba sentada sobre la mecedora que solía usar su suegro en las tardes de domingo para observar el desvanecimiento del poniente. Al sentir los pasos de su hijo y sin voltear la cabeza para mirarlo, le dijo con voz entrecortada que nuca se imaginó que hubiera concebido a una criatura tan débil, que doblegada por el deseo asesinara a su propio padre, y que si bien se sabía enterado de los otros asesinatos sin que lo acusara, era el momento de hacerlo.

Porfirio trató de explicarle todo lo que se encerraba en él, sin lograrlo porque el cólico tomó proporciones descomunales, quedándole como único remedio el tirarse sobre el lecho en que fue concebido más de veinte años atrás. Fernanda se incorporó, aclarándole que aún no había comunicado a las autoridades que ella sabía quién era el responsable, acercándose de tal manera, que él sintió el aliento de sus latidos muy cerca de su rostro crispado. Su madre alzó el rostro, dejando desamparado el cuello y estirando su mano, le dispensó el puñal de los mil días que Venancio dejó para su nieto; “quería usarlo contigo, pero no soporto otra muerte, además tú eres un cadáver que camina y tu eternidad es este mundo, de manera que úsalo conmigo, como lo hiciste con los demás”, le dijo entre lágrimas.

Porfirio no pudo resistirse, presentía el olor dulce de la sangre, ese aroma que lo había enajenado por completo y sin muchos protocolos, antecedido por un beso que ella le dio en la frente, procedió a cortarle el cuello suavemente, de manera que la sangre alcanzó a salpicar su rostro. La placidez retornó y antes del amanecer caminaba con facilidad y angustia por las angostas calles de Bogotá, hasta tenderse con la noche en cualquier andén.

Los lugareños del barrio Egipto no supieron más acerca de Porfirio, y quedó impregnada en sus memorias la imagen de un parricida que seguramente se habría suicidado como lo confirmaron las autoridades policiales, con lo cual el capítulo quedó cerrado, máxime que el día siguiente al comunicado oficial, el incendio y la furia abrasaron a la ciudad.

Sin embargo el cronista, cuyo escrito revive el tabloide que llegó a mis manos, no se conformó con tal resultado y pese a que una guerra de mayores proporciones que la conocida por Venancio desbordó a Colombia, se atrevió a emprender el camino tras el rastro de Porfirio.

El anónimo autor señala en el texto que poseo, que una noche en el malecón del puerto de Cartagena, en donde esperaba algún trasatlántico carguero que le sirviera para llegar a París y buscar suerte como novelista y totalmente resignado por no haber encontrado un final a su crónica, se encontró con un sujeto pálido, que mordiéndose las muñecas de las que pendía una hemorragia casi tan transparente como el agua, solicitaba a cuanto transeúnte veía, que lo dejaran embarcar a cualquier nave porque debía llegar a Ámsterdam y visitar a su hermana.

Del cronista nunca supe si llegó a París, pero sus únicas líneas que retumban en la memoria, son estas que sin lugar a dudas profané con mi paráfrasis. Sin embargo no puedo dejar de manifestar mi perplejidad ante lo que encontré hace unos pocos días, lo que un diario parisino —donde estoy buscando suerte y algún vigor para mis salidas en falso como escritor— de gran fiabilidad, registró en sus noticias de segunda plana que el cuerpo de Sara Van Houten, una ciudadana de La Haya, fue hallado sin vida en su apartamento, añadiéndose la inquietante coincidencia que su abuela de origen colombiano, había muerto en las mismas circunstancias cuarenta y cinco años atrás.

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