miércoles, 24 de mayo de 2006

Tres Noches - Relatos de Vampiros

TRES NOCHES
Alex Acevedo

PRIMERA NOCHE: Contabilidades

Mientras la oruga remontaba la nervadura de un curubo, Vlad Drácula volaba sobre Buda, describiendo una fuga membranosa. Se adentraba en las vísceras de la noche a toda prisa. Batía sus alas con un vigor que le brotaba a mares sobre todo del rencor y la gula de venganza, y con su escape dibujaba arabescos en torno al fin de trece dilatados años durante los cuales había representando la atracción circense de la corte húngara. Pensaba en eso justamente al sobrevolar ya un bosque de cipreses negros, cerrado, insondable, en los extramuros de la ciudad. En efecto, lo habían tenido encerrado durante trece años como a una desdentada fiera de circo, un anciano loro que encuaderna para ganarse el pan, un voivoda sin ejército, sin reino, y ahora que volaba lejos de su prisión, encontraba su situación muy penosa, idéntica a la del Hombre Elefante cuando apuraba el paso por la plataforma de un barco nebuloso, con una bolsa de tela ocultando su deformidad craneana.

Muy lejos de Hungría, en La Casa de la Felicidad, Mehmed II, el Anticristo, se sumía en un mar de dudas. Divagaba y divagaba, se subía a las ramas más altas de la abstracción, escuchando al mismo tiempo unos chapoteos que provenían de los baños; quizás algún efebo solitario, insomne, creando maremotos con sus pies como aletas. Esa tranquilidad con que se desenvolvía la noche allí en su palacio, contrastaba de fea manera con la granizada de enigmas que caía dentro de su cabeza. El Sultán rememoraba otros tiempos más tiernos, en Esmirna, los tiempos de Radu, y se preguntaba una y otra vez si acaso Radu —el hermano de Vlad Drácula— no habría sido efectivamente más que un vampiro, siendo un “adolescente tan hermoso como la estrella Canopo en el momento en que resplandece sobre las aguas del mar”. Un sirviente se movía en las sombras, encendiendo seguro una madera de sándalo con la cual ahuyentar tantas preguntas ásperas que se hacía el Sultán. “Radu, Radu, Radu...”, repetía el Anticristo, sintiendo desgarrones de nostalgia, gruesas carnes de sentimientos que se despeñan y se rajan en canal. “Radu, Radu, Radu...”, y recordaba ese poema que él mismo había escrito hace tiempo donde hablaba del néctar de los labios del objeto amado como veneno de tristeza, veneno de los asesinos.

Y con todo y todo, la fuga de Vlad Drácula no era improvisada. Sus alas se habían fortalecido durante todas estas cuatro mil quinientas noches a fin de soportar el agotador vuelo hasta Tirgoviste. El plan estaba en marcha, se iba a jugar una de sus últimas cartas con toda la fiereza y la saña del que quiere entrar a la historia a como dé lugar. Una vez en Tirgoviste se mandaría a pulir las uñas, los dientes, reuniría a los pocos nobles que estaban dispuestos a secundarlo, buscaría un caballo, comería un corazón de buey, un corazón de doncella, alistaría por último un par de miles de maderos con la punta roma.

Antes de caer vencido por el sueño, el Sultán chasqueó la lengua y sintió que su boca se anegaba con todos los sabores de Hungría. Había decidido emprender otra campaña contra los cristianos.

*-*

Vlad Drácula había llevado la cabeza sobre los hombros a lo largo de cuarenta y cuatro años, mucho tiempo, según el parecer del Sultán, a quien aguardaban todavía seis más para entrar en la cámara del ninguneo; sin embargo, a la hora de los partos sólo un año los diferenciaba.


SEGUNDA NOCHE: El contagio de Vlad Drácula

El mal provino de un melón de agua dejado al descuido sobre el mesón en que Vlad Drácula se ejercitaba en el enrevesado arte de la encuadernación. Se sabía, claro, tras muchas caravanas de palabras que se deslizaban al oído de cada nueva generación, de la traicionera peligrosidad de la fruta. Y a lo mejor fue deliberado, astucia fangosa de los carceleros corvinistas, o de algún esclavo gitano que quería administrar venganza a causa de ciertos pasajes luctuosos del gobierno del Voivoda en contra de los de su clan. Decían que una vez había asado a tres líderes gitanos y había obligado a comer de esta carne sin adobo a todos aquellos que los seguían; decían también que había empalado a cientos de gitanos y que se había sentado a desayunar en semejante hedentina, decían... Seguramente Vlad Drácula ejecutaba estos brochazos escarlatas para poder gobernar ese pedazo de tierra con olor a banano, ese país que todos usaban como a una furcia vencida, una putica menesterosa. Quizás por esto mismo los cronistas lanzaban esta sentencia para referirse al Voivoda: “Era un hombre violento porque no tenía poder”.

Y en cierto modo, esta teoría de la conjura gitana resultaba verosímil, puesto que nada más fácil que entrar de puntillas en las habitaciones del prisionero a la medianoche y dejar sobre su mesa un melón con maligna geometría, justo en la esquina en que los rayos androginales de la luna formaban diagonal con la sombra de una araña. Los efluvios de semejante confluencia pérfida no tardarían en aproximarse al lecho del príncipe roncador, y sin tardanza empezarían a operar sobre su humanidad: picazón en la espalda, pésima aridez en la garganta, lengua enroscada, sudoración, enturbiamiento de la sangre, pesadillas, pesadillas, muchas pesadillas sucediéndose, superponiéndose, formando un mazacote. El Voivoda se soñaría usando el cuerpo de un poeta más que nada arrogante, bello —podrido por dentro, en consecuencia—, viajero; Lord Byron, cómo no, el hielo y el hastío, sudando en la mitad de una faena venérea con su hermanastra. También tendría Vlad Drácula otra pesadilla, una en que se vería dominando la voluntad de los lobos y otras fieras, llegando a Londres a bordo de un barco repleto de muertos y ratas, tras el rastro de una tal Mina Harker. Quizás ya cerca del amanecer, cuando sus sábanas parecieran los despojos de una inundación, Vlad Drácula se vería en una solitaria calle de Buenos Aires, viejo, débil, sobre el asfalto, siendo atacado por una jauría de policías.

El caso es que a eso de las cinco, ignorante del contagio, despertó y se dio a un vuelo solemne alrededor de su cama, de donde todavía se evaporaba el calor de las fiebres.


TERCERA NOCHE: Donde abunda el Islam

Esta noche hay luna nueva, el firmamento luce apretado de estrellas, pero la tierra está cubierta de sal, perdida, reventada, y un coro de lamentos discretos, como pujos de lagarto, matiza los restallidos de las hogueras. Una espesa humareda envuelve las afueras de Tirgoviste. Ya terminaron de arder los pocos establos, las fondas, los cadáveres de vacas, cerdos y ovejas que habían sido previamente envenenados. Sólo hay vida en las tiendas blancas, donde Mehmed II, el Anticristo, bebe un sorbo de agua de rosas que ha traído desde Instambul. Frota su barbilla mientras saca un balance de la jornada. Contó mil quinientos palos adornados con los cuerpos de sus hermanos en los alrededores de Tirgoviste; la carnicería habitual. Y la tierra no vale nada. Y sólo tiene un grupo minúsculo de prisioneros, unos niños, unas cuantas mujeres en harapos, con la cara tiznada de lágrimas, que fueron el botín de sus jenízaros. Concluye, pues, que Vlad Drácula vendió su cabeza a muy buen precio; alto, sin duda, considerando solamente que la tierra de ese principado está ya maldita, hueca, aunque ya no tanto, ya no tan elevado, si se comprende también que la caída de Valaquia es el precio que se pagó por entrar a Hungría.

“Un sobrenatural”, piensa el Anticristo dirigiendo su mirada a la jaula que chorrea todavía sangre, la jaula en la que está encerrada la cabeza de Vlad Drácula, a la salida de su tienda. “Un príncipe que daba sus batallas con el apoyo de las potencias oscuras, los insepultos y los fantasmas. Un vampiro. Una inmortal criatura de los literatos. Pero ya no respira, ni exhala sus odios, ni usurpa el cuerpo de las bestias”. Mehmed II se levanta despacio, apoyándose con las manos, sale de la tienda, da instrucciones de avance a su visir, y monta un caballo para verificar que todavía esté exhibido el cuerpo sin cabeza de Vlad Drácula a la puerta de Tirgoviste. Se dice: “Nuestro imperio es la casa del Islam. De padres a hijos, la lámpara de nuestro imperio ha sido alimentada con aceite del corazón de los infieles”.

En la jaula, la cabeza de Vlad Drácula adopta el práctico tamaño de un escarabajo Atlas. Extiende sus élitros para iniciar de nuevo la fuga. A lo lejos se escuchan los cascos de la cabalgadura del Sultán atravesando el barro salado, sanguinolento.

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