viernes, 9 de junio de 2006

Los Encantos del Silencio - Crónica

LOS ENCANTOS DEL SILENCIO
Carlos Ayala

Lo cogieron esa tarde con dos rocas de perico y una punta.

Lo cogieron por garoso, la gana le gano a la sensatez, a la experiencia.

Andaba mercando, recorriendo los shops del sector: un gramo del bronx y unos rollitos calientes en la olla de la L, después para donde las putas, abajo de mártires, que arman unos felpos que ni pintados. Sabía la medida de la caída y sin embargo la nostalgia de los sabores y las texturas pudieron más que la calma.

En la nouvelle cousine, las texturas y las formas suelen imponerse a los sabores por una simple razón: jamás recordamos a que sabe un alimento hasta que lo llevamos a la boca, en cambio podremos contar sin mayores rodeos como se deshace crujiente una lonja de fino hojaldre en nuestro paladar. Rábano bañado en vinagreta, un par de cebollones en su almíbar, tres cuartos de centro cadera bien bañados en su jugo acompañado con una copa de vino, el equilibrio en sabores.

Eso era lo que buscaba, la fina combinación de roca y escama, nieves alteradas. Bajaba dos veces por semana, tranquilo, sin el sobresalto del sustero que distrae su andar mirando hacia atrás, calculando la paranoia para no tropezar, viendo a ver quien le va a rapar la liga y su pipa. Bajaba siempre recién bañado, sudando a limpio, limpio para el chiquero. Daba un par de vueltas y calculaba la entrada, la salida y una caleta limpia por si algún ganapán se ponía ácido, violento o pegajoso.

A esta altura, era rutinario, tal vez ese era el motor impulsor que arrastraba su cuerpo, lejos de su conciencia, imaginaba la descarga ascendente que encendía la supraconciencia, y luego se catapultaba al encierro de una residencia de seis mil pesos la amanecida, acompañado de Gibson o Borges, y entre línea y línea, Onan se hacia presente, ayudando a liberar tanta tensión, describiendo los muslos de la robusta india que penetraba hace unos años y que se habían ido borrando en los nudos lodosos de la memoria. El perico ayudaba a redibujar la sombra sinuosa de su pelvis, luego sus pezones y mas allá sus ojos.

Le sacan las rocas de una vitrina, descarado el asunto, y casi se sale de los chiros de la alegría, dos piedrotas, por ocho mil, los ojos brillantes mientras desenfundaba uno de dos mil y la gamina con cara de amor, casi lo saca a vivir:

—Vuelva cuando quiera monito, y pídame lo que quiera.

Le revisaron los bolsillos con saña, lo sacudían entre dos, él cavilaba que tanta dicha se anulaba por la conciencia mercantilista, se había gastado lo de la carne de una semana, para el sábado próximo el salmón seria acompañado por un jugo de lulo, habría que olvidarse de un buen trago de leche de la mujer amada, todo para darle gusto a sus suspiros, ya no se podía tener gustos individuales, que cosa jodida; para rematar se estaba jugando la tiquetera de los 15 corrientasos del mes.

—¡Qué maravilla! —aulló uno de los agentes que descubría las inofensivas bolsas en la caleta de su chaqueta, mientras sonreía ganancioso.

—¿A usted no lo esculcan nunca cierto?

Cómo van a esculcar a alguien que huele a jabón y que camina despacio. Aquí se castiga el afán y la suciedad con el manoseo violento de la ley.

—Oiga, ¿no lo han esculcado nunca?

El silencio no es buen compañero y el llanto menos, sin embargo la tranquilidad acompañada del silencio y calma, aligeran la digestión de cualquier plato fuerte, incluso, una crepe hindú rellena de picantes pimientas caldeadas en dulces almíbares.

—Para arriba compañero.

Esposado al piso de la camioneta, se imaginaba el tráfico de hierbabuena en las costas españolas siglos atrás, cómo se entregaban cargamentos de la fina especie para adobar los platillos más selectos, adornados con la sangre y el sudor de unos cuantos.

Los agentes detuvieron la camioneta para tomarse un tinto. Callado, recobraba el aliento para soportar el humor de su compañero de encierro, devanaba su cabeza pensando en lo frustrante que era estar allí, lejos de sus libros, de sus sabores alcalinos y la sensación de redondez absoluta que lograba al masturbarse. Tenia que salirse de esa, nunca lo habían pescado, de alguna forma la suerte fue compañera incondicional hasta ese día, pero uno no puede abusar de la confianza, así como un chef experimentado no corta dos peces globos en una misma jornada, el paseo comercial del vicio no se debe forzar para darle gusto al gusto.

Las formalidades de la ley siempre son las mismas, el acoso psicológico del bolsillo a ver si uno de los acusados resuelve alguno de los apuros económicos de estos puercos carnetizados, luego la mala palabra, el hijueputazo, la humillación por haber caído. Para finalizar ser acusado de colaborador indirecto de la guerrilla y para el hueco.

Sin el tratamiento feliz de un lomo bañado en vinos y selectos vegetales, así era, simple, con el empujón y el “ya le toca esperar a ver si la fiscal viene hoy para ver su situación”.

Con la cédula en la mano, temblando del frío se limitaba a ver el movimiento incoherente de lo labios justicieros, que buscaban inútilmente descuncharle algún centavo antes de guardarlo, él, sin mediar un solo verbo, salta aún amarrado de la panel, ve sus zapatillas ancladas al suelo, no existía la aspiración de correr los cien libres por la libertad, ahí, en esas le tocaba con serenidad, ya habían llegado al roto de la estación del Ricaurte, unas cuadras mas arriba de la calle trece y la situación era cada vez mas peluda.

—Se me va derechito para el encierro de esas mallas…

—Apure pues mudo, y como no quiso nada, no se le va dar nada, ¿oye?

No alcanzó a coger rabia, llevaba cinco minutos y el silencio dio resultados tan mágicos como el Ron sobre cortes carnudos, gruesos y magros de vacas perezosas. Ya empezaba a intuir el sabor de sus adoradas líneas, se veía contando cuántas saldrían, ocho a veces nueve y si la cuchilla era nueva hasta once. En el rincón del sitio donde lo habían tirado, había un palabrero ávido, no se callaba, hacía las tranzas de la salida, sacaba gente por monedas bajo en consentimiento de los agentes.

Después de los trámites de rigor, la desconfianza, el asare, la mediación y el efectivismo de los monosílabos, acordó la salida por quince mil pesos moneda corriente. El almuerzo en el trébol cancelado, tocó venado de oro, arroz chino con carne de chino bien adobada, si acaso le quedaba para el bus y ni modo de pagar la residencia. Para la casa con hambre de buen gusto, sin nadita que oler, y la punta que tanto quería quedaba ahí. Lástima, se la había coronado en una travesía en Cali.

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