lunes, 5 de junio de 2006

Gotas de Fuego - Relatos Eróticos

GOTAS DE FUEGO
Jesús Delgado

En su apartamento, el altillo de una antigua casa en La Candelaria, trataba de acallar con mi jadeo inevitable la maldita charla de esta espléndida rubia, llegada tiempo atrás al barrio, convertido ahora en refugio de malandros y al que llamaban simplemente La Candela. En verdad, todos almacenábamos fuego.

Esta mujer había llegado a La Candela entre armas y joyas, como las que acababa de ver en su nochero. No me sorprendí. Poco a poco, bandas de apartamenteros y estafadores habían arrinconado a las inermes bandas de poetas, cantores y pintores del barrio. Yo mismo había sido víctima del despojo. En una incursión a mi vivienda, estos miserables robaron mi pasado, acumulado en historias guardadas en mi computador. También un enorme libro del siglo XVIII, cuyas disquisiciones sobre ángeles y arcángeles en un español arcaico, habían deleitado a varias generaciones de mi familia. Pero duro, en realidad, fue perder mi tesoro mayor, las cartas de amor y de reclamo, que junto con las de mi madre, había guardado toda la vida en un cofre sellado, con ínfulas de caja fuerte. Cargaron con él sin violentarlo.

El correo de las brujas decía que esta magnífica rubia se encargaba de vender cosas robadas por sus amigos, y que últimamente comerciaba joyas hurtadas en Europa. Pero yo, para ella, era invisible. Aparecía en la cafetería de don Ignacio, a veces se sentaba a la mesa del frente, pero nunca me miraba. Yo la observaba embelesado, y cuando cruzaba sus piernas fantásticas se me ponía el pipí como un gotero.

Pero un día, ese cuerpo sinuoso, de mermelada, que ya quisiera un burro para sus cumpleaños, se acercó a mí.

—Me contaron que usted hace el horóscopo y quiero saber cuánto vale el mío -dijo sin saber que, más bien, yo a ella le pagaría por dejarme hacerle cualquier cosa, así fuera lavarle la ropa.

Ya en su apartamento, empecé a explicarle que existían planetas fríos y secos —como Saturno— que obstaculizaban y frenaban todo. Y planetas húmedos —Venus, por ejemplo— que lubricaban la ruta de la vida y permitían que esta se deslizara suave y cadenciosa. Lubricar -le decía-, del latín lubricus, significa resbalar, particularmente hacia el placer. Ella me oía, con sus ojos bien abiertos, pero ya mis manos intentaban abrir sus piernas.

—El planeta Venus en tu casa octava dispara la experimentación lasciva -continuaba yo, pero los únicos planetas reales estaban casi al alcance de mi lengua.

—Sí, justamente acabo de experimentar una receta para tonificar ciertos músculos -dijo.
Ya para entonces, un chorro de babas me impedía expresar algún concepto y, para mi mal, empezó a hablar ella.

—Me pareces confiable —dijo—. Nunca te había visto, pero entras a mi lista de amigos.

Mientras, yo, incandescente, recorría su cintura, sus senos; mis manos resbalaban por sus desfiladeros.

Faltaba lo mejor. Luego de desnudarla, de lamer su piel de caramelo y el suave vello de sus trigales, que me erizaba como un puerco espín, me daban ganas de penetrar también su ombligo y enterrarme en ella.

Empezó a hablar. Me contó que Adriana le había suministrado el secreto de unas encendidas duchas vaginales con romero y alumbre, que habían estrechado su canal. Por lo visto, el sexo le era tan común, y sus sensaciones tan triviales, que mientras con manos gigantescas yo copaba sus cráteres, cavernas y oquedades, me contaba que una abuelita del barrio se aplicaba la misma fórmula ancestral, y traía de un ala a un estudiante universitario.

Mientras tanto, yo trataba de introducirme en su estuche, tan cerrado que ni la lubricación de Venus, mezclada con mi saliva, evitaba cierto sordo dolor en mi aparato, que parecía penetrar un túnel con una enorme presión por centímetro cuadrado.

—Imagínate que mi prima, la que estudia economía, no ha terminado con su novio, aunque descubrió que... bla, bla, bla...

Esta mujer ignoraba el placer que me producía su estrecho conducto, como si una poderosa mano me apretara la verga.

Así, aprisionado entre sus firmes y húmedas paredes, me deslizaba hacia el cosmos profundo, hasta que un nuevo chisme de ella se encargaba de azotarme contra el planeta.

—No sé por qué Patricia sigue en esa casa tan incómoda, si... bla, bla, bla...

Ella no percibía mi desesperación o no le importaba.

—También dicen que el marido de doña Clara anda enamorado y que... bla, bla, bla...

Cuando estaba a punto de estallar, de gritarle que callara, ella, divertida con sus análisis, elevaba las caderas para reacomodarse y volvía a lanzarme al infinito.

Empezó a enloquecerme su cantilena. Se entusiasmaba cuando hablaba de las guarichas del segundo piso o del cornudo del trescientos dos. Cuando quería sellar su boca con un beso me esquivaba, y decidí soltar mi chorro para terminar, pero entonces mencionó el libro viejísimo que le había vendido a un gringo maravillado. Le pregunté como al desgaire y dijo que los imbéciles de sus amigos habían llegado también con un cofre lleno de papeles inservibles, que terminaron en la basura.

La odié. Desde mi verga al rojo vivo disparé gotas de plomo que la quemaron por dentro, y su cuerpo quedó flotando sobre un lago de mermelada candente, en un altillo del barrio La Candela.

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